POR: JUAN DAVID MAMBUSCAY B.
<<El espectáculo señala el momento en que la mercancía ha alcanzado la ocupación total de la vida social.
La relación con la mercancía no sólo es visible, sino que es lo único visible: el mundo que se ve es su mundo.>> Guy Debord
En todos y cada uno de los países que se advierten y clasifican bajo un régimen democrático, la temporada de comicios electorales, a través de los cuales habrán de ser escogidos los y las representantes de la vox populi, se ve contenida por espacios de debate instalados, en teoría, de acuerdo a principios críticos, analíticos y reflexivos. Tal franja de tiempo, cada cuatro, cinco o seis años, según corresponda, ocupa parte del horario y agenda de la ciudadanía interesada, de los equipos de analistas y sus predicciones –famosas o no- y, por supuesto, de los medios de comunicación; la idea, al menos sobre el papel y en el deber ser de las cosas, es la de afianzar perspectivas sobre temas en específico, publicitar cada programa de gobierno, en resumidas cuentas, un voto más, un voto menos, como cociente de la operación.
Para efectos regresivos, no obstante, tales condiciones no van más allá del papel, o se presentan en uno que otro debate electoral. Su ocurrencia, con el pasar de los años, va disminuyendo ¿Cuál es entonces, actualmente, el timonel de estos espacios? La respuesta es solo una y tiene lugar bajo el sustantivo ESPECTÁCULO.
Lejos de concebirse como campañas de marketing político, en donde a los distintos candidatos y candidatas se les brinda una fracción de tiempo, todo ello aprovechado ya sea para salir triunfante en las urnas, o para generar memoria entre el electorado, los espacios de debate se han desfigurado en sesenta minutos de retahílas, anécdotas victimarias o de victimización, sarcasmo y show. En la sociedad del espectáculo actual, concepto y referencia Debordiana por excelencia, ello no representa alerta alguna, ni mucho menos un retroceso al momento de brindarle un rostro a una ideología; sin embargo, desplaza, censura y restringe la participación de quienes, aun enfrentándose a lo real de los problemas, desde la base y con argumentos sólidos, no han sido envueltos por algún evento novelesco.
Colombia, recogida en sí sobre un proceso electoral que habrá de definir el futuro de los cuatro años venideros, no asoma diferencia alguna con este fenómeno; el caos social es utilizado como una línea más en el discurso, sometido no a la racionalidad de las propuestas, sino a las risas o aplausos enlatados tan propios del show occidental. Quien se incorpora al debate con estadísticas y afirmaciones de peso, de cara a juzgar la manera como funcionan las cosas, pareciera es tomado frecuentemente como amenaza a ese punto de quiebre en donde lo real es expuesto y satura todo espacio simbólico sometido por décadas a un legado. El espectáculo se encarga de maquillar la grieta de lo real y permite que las bases de la sociedad colombiana, edificadas tras capas y capas de metas irrealizables, aunque expuestas como ese síntoma sin el cual resulta posible ganar adeptos, se mantengan con el tiempo, empeñándose en identificar un discurso fuera de sus límites como amenazante para el statu quo
La publicidad del juego democrático, hoy más que nunca, está sometida a una tragicomedia en donde los únicos perdedores son aquellos que, pacientes y con un comentario bajo el brazo, esperan tranquilos al otro lado de la pantalla, rumiando ese pasado que ya muchos estamos cansos de discutir.