Entre la variedad de actos que disponía el espectáculo en el antiguo circo romano, era frecuente que, el victorioso, ornamentado por la grandeza de sus actos, entrara en digno carruaje y se paseara ante un público que rebosaba júbilo. Entre gritos, aplausos y jaleos, el pueblo se reconocía en el ahora héroe y situación viceversa.
Siglos después, como punto de comparación, las altas cumbres, giras y visitas de alto nivel que realizan los dirigentes de gobierno, llevando a cuestas la representación de su Estado, fungen como escenario predilecto en el que mostrar sus fuertes, avances y propuestas; entre sus espectadores: la fauna variopinta del escenario internacional.
Sin embargo, de la ecuación en principio mostrada y con efectos actuales, ha de apartarse la ignorancia de un pueblo desconocedor, en donde la legitimidad se trasladaba a espectáculos de fuerza y hazañas lejos de lo humano, a un contexto de hiper-información y con rendimiento de cuentas on demand.
La dirigencia en el caso colombiano no se aleja de esto. El espectáculo, ocupando gran parte de la agenda durante el cuatrienio, se ha visto representado por la atracción de escándalos nacionales, diatribas a dirigentes de países vecinos, en un impulso casi que quijotesco, todos estos y entre otros, con primera plana en la gaceta cotidiana.
Así, pareciera que la manifestación de su legitimidad, distante a metas cumplidas y propósitos de actuación según una dinámica planear-hacer-resolver ante el sinfín de problemas que atraviesan el país, se respalda en el ataque constante a fantasmas del pasado o, según convenga, creados tras la repetición que disponen los medios frecuentes; su gobernabilidad se ha reducido a un actuar esquizoide, cuyo final vislumbra un conjunto habitual de miedos patológicos ante una estabilidad y respaldo nunca encontrado.
Muestra de lo anterior, es un presidente que, desde hace una semana, se jacta en la escena internacional de logros inexistentes o con aplicabilidad en sectores ínfimos del país. Salvaguardado tras una brecha del tamaño del Océano Atlántico, pretende desconocer que su gobierno, lejos de apagar las primeras llamas que significó su posesión, deja un barco que se hunde, en un instante de sálvese quien pueda con una mayoría de tripulantes conscientes tras el fracaso.
El discurso orquestado, de dientes para afuera, es el síntoma de la mentira expuesta.