El pasado 16 de marzo se cumplieron dos años del inicio del confinamiento obligatorio a nivel mundial a causa de la covid-19. Muchos pensamos que este confinamiento iba a durar poco tiempo, lo cierto es que duró más de lo esperado. Se implementó el teletrabajo, los negocios se reinventaron para sobrevivir y las clases pasaron de la tiza al clic, fue la época de las clases virtuales, entre otros. Durante este tiempo de confinamiento palabras como zoom, meet, team se hicieron cotidianas. Fue la época de los webinas, los Facebook live y de las plataformas virtuales que sirvieron de medios para encontrarnos y comunicarnos.
Este encierro evidenció muchas situaciones que se habían querido desconocer como la insuficiencia de los servicios de salud, las debilidades en calidad y cobertura de la educación a raíz del abandono estatal, la violencia que se experimenta al interior de los hogares, la falta de cultura ciudadana y la burbuja económica en las que muchas personas soportan sus días. Durante este tiempo era frecuente que se escuchara en las calles al frente de nuestras casas y unidades, artistas dando serenatas, tratando de buscar recursos para sostenerse durante este tiempo, todos tuvimos amigos que se reinventaron con pequeños emprendimientos de comida a domicilio, y familias completas que tocaban nuestras puertas pidiendo alimento, muchos hogares colgaron banderas rojas como signo de S.O.S, sin duda alguna la solidaridad no se hizo esperar. Nos dimos cuenta de que estábamos navegando en los mismos mares, pero no todos en la misma barca, porque las condiciones para afrontar la pandemia fueron desiguales, inequitativas e injustas, esto nos llevó a darnos cuenta de la necesidad de establecer vínculos.
Este encierro hizo notar la importancia de los encuentros presenciales, esa necesidad de mirarnos a los ojos, de estrechar la mano. Extrañamos los lugares de trabajo y el valor de muchas personas que están a nuestro lado. Esta pandemia también hizo que reconociéramos el trabajo de muchas personas, héroes anónimos que cuidan la vida y salvan a la humanidad: las personas del sector salud, durante esta pandemia, como lo hacen todos los días se la jugaron, incluso arriesgando sus vidas y en ocasiones manteniendo distancia con su familia. También se hizo evidente la importancia de la escuela, de los maestros y maestras para el desarrollo de procesos cognitivos, emocionales, socioculturales y el fortalecimiento del carácter. Nos dimos cuenta de la importancia de las interrelaciones.
Estas y muchas otras realidades que se experimentaron durante el confinamiento obligatorio nos hizo tener la esperanza que al superar el encierro íbamos a salir siendo mejores personas, que esto nos iba a permitir mejorar como sociedad, que la vida nos había dado una lección y la habíamos aprendido. Hace dos años iniciábamos un confinamiento obligatorio con la esperanza de salir mejores como humanidad, pero la realidad es que volvimos a la normalidad. Esa normalidad excluyente, injusta y violenta. Volvimos a esa vida que normaliza la pobreza, la corrupción y la injusticia. No aprendimos nada desde que el mundo está hoy viviendo una nueva guerra, cuando millones de seres humanos son obligados a migrar de sus territorios, cuando los políticos solo aprovecharon esta coyuntura para buscar beneficios económicos personales y electorales, cuando las prácticas excluyentes se hacen cada vez más constantes porque los violentos imponen sus lógicas. Pareciera que la humanidad suspendió el deseo de ser mejores, porque seguimos viendo la mezquindad política que acaba con los sueños de niños, niñas adolescentes y jóvenes.
Seguimos evidenciando que se aprovechan de la necesidad de los más pobres como instrumento y estrategia de publicidad política. Cada día aumentan las cifras de feminicidios, abusos, secuestros y desaparecidos. Las fobias sociales se han hecho cada vez más normales, seguimos tratando como enfermos mentales, inmorales o poseídos por algún espíritu a quienes tienen una orientación sexual que no corresponda a las lógicas hegemónicas de lo normal.
Ha quedado en evidencia que el peor virus no es el COVID, sino la soberbia y la codicia humana, que nos impide avanzar en visiones más sensibles, comunitarias, solidarias. La peor pandemia es la indiferencia, el normalizar comportamientos que destruyen las relaciones y la humanidad. Me resisto a pensar que el ser humano es malo por naturaleza, creo que tenemos la oportunidad de estructurar un carácter, un ethos, como una nueva naturaleza que nos permita construir relaciones de proximidad y superar esta normalidad que nos asesina cada día. Sin embargo, cuando se analiza la realidad vemos que seguimos reverenciando esa economía que amenaza la vida, ese consumismo desaforado, seguimos reverenciando a ese dios-dinero que se alimenta y se hace fuerte a raíz de la vida y felicidad de las personas. Seguimos reverenciando ese poder dominador que nos hace sentir que somos dioses.
Todo esto nos lleva a concluir que después del confinamiento, de haber perdido muchas personas a quienes amábamos, y que esperábamos que esto nos hiciera mejores como humanidad, la realidad es que tristemente volvimos a la normalidad.