La historia de nuestro país ha estado marcada por desigualdades y exclusiones estructurales. Pueblos, comunidades y territorios han padecido el abandono estatal. El poder que es una facultad esencialmente popular ha sido apropiado por un selecto y pequeño grupo. Una élite que ha gobernado desde el centro y en favor de conservar los beneficios, privilegios y el statu quo de unos pocos, condenando a millones de seres humanos a la miseria, el abandono y la exclusión.

Los pueblos, las comunidades que habitan los territorios rurales han sido condenados a recibir las migajas y lo que les pertenece por derecho le es quitado por la corrupción que alienta el ego de poder. Invertir en las necesidades sociales de los pueblos más olvidados y abandonados históricamente es para esta clase privilegiada como “perfumar un bollo”. Incluso se romantiza la pobreza y hasta se les culpa a las comunidades de su propia miseria. Sin embargo, llega un momento en el que el dolor, el sufrimiento y la injusticia tocan hasta lo profundo de la piel, del alma y hace que la indignación surja, tal como lo recuerda el Subcomandante Marcos: “La muerte de una niña, de un niño, siempre es desproporcionada. Llega atropellando y destruyendo todo lo cercano.

Pero cuando esa muerte es sembrada y cultivada por la negligencia y la irresponsabilidad de gobiernos que han convertido la ineptitud en negocio, algo muy profundo se sacude en el corazón colectivo que desde abajo hace andar la pesada rueda de la historia”. Y es tan poderoso el dolor histórico que se ha acumulado que nos hace decir con fuerza: ¡Basta¡
La indignación nos hace comprender que esta situación de pobreza, miseria y exclusión no es natural, no es un designio divino, sino que son condiciones causadas por quienes se han beneficiado históricamente de la pobreza, por eso las comunidades se organizan para establecer estrategias y mecanismos que les permitan superar esta historia de dolor y sufrimiento.

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Esta organización popular es una lucha de la vida, es la lucha de los pobres de la tierra, de las comunidades olvidadas, de los hombres y mujeres invisibilizados porque hasta la dignidad y los derechos les han expropiado. Y cuando estas comunidades inician sus procesos de transformación, las élites que se han apoderado del poder buscan la manera de conservar sus privilegios y seguir aferrándose al poder a como dé lugar, por eso alistan su arsenal político, militar y hasta religioso para defender con violencia simbólica, psicológica, emocional y física esos privilegios, es así como desde las comodidades de los centros de poder montan estrategias mediáticas `para deslegitimar la lucha.

Pretenden hacer sentir que la resistencia de las comunidades, además de innecesaria es peligrosa. Incluso le quieren hacer sentir que su indignación pone en peligro la democracia y la institucionalidad. Pero lo que se les olvida a estas élites, es que “la historia es nuestra y la hacen los pueblos”, por eso, cuando los procesos de lucha y resistencia se gestan desde las bases, desde los territorios, ya no hay forma de detener el proceso de transformación, porque son procesos comunitarios que emergen desde la necesidad de los pueblos de superar una historia de negatividades, que encuentra su fuerza en la unidad popular, de quienes desean vivir bien, vivir con dignidad.

Cómo les cuesta a quienes han gozado de los beneficios históricos que las comunidades y pueblos expresen su inconformidad y se rebelen contra la injusticia. Cómo les duele ver que desde estas comunidades surjan personas, hombres o mujeres empoderadas capaces de emprender procesos de transformación. Cómo les cuesta en su orgullo clasista, patriarcal y racista reconocer que una persona a quien se le ha negado la voz, la participación y hasta la dignidad les amenace su comodidad corrupta y confronte su moralidad excluyente con una apuesta política que privilegie la vida, la justicia y la paz. Es por eso por lo que recurren a la burla, la deslegitimación, la ofensa y hasta la muerte como prácticas violentas con las cuales desean impedir los cambios sociales y políticos de los pueblos.

A quienes hoy asistimos a esta coyuntura social, ética y política tendremos que responder a la pregunta: ¿de qué lado de la historia estuvimos? Las futuras generaciones nos cuestionaran si decidimos continuar una historia de exclusión y violencia o si nos arriesgamos a trabajar por esas transformaciones necesarias para nuestros pueblos, comunidades y territorios. Nos mirarán a los ojos y nos dirán si le apostamos a una historia de muerte o si decidimos por un destino donde la vida sea posible y la dignidad se haga costumbre.

Personalmente, tengo la esperanza que un nuevo destino ha empezado a construirse para nuestro país, una fuerza comunitaria que prioriza la vida, la justicia y la paz, por eso hoy quiero caminar con los pobres de la tierra y construir una sociedad donde el canto multicolor de los pueblos resuene como una proclama por la vida, y así junto a Martí quiero volver a decir que:
“Con los pobres de la tierra
quiero yo mi suerte echar:
el arroyo de la sierra
me complace más que el mar.
Denle al vano el oro tierno
que arde y brilla en el crisol:
A mí denme el bosque eterno
cuando rompe en él el sol”.