Gardeazabal

Por: GUSTAVO ÁLVAREZ GARDEAZÁBAL

Nací en un hogar muy católico y religioso en donde me bautizaron rápidamente, me enseñaron las oraciones de la iglesia y me obligaron a ir a misa todos los domingos.

Eran las épocas en que la vida de los pueblos giraba alrededor de las ceremonias religiosas y la asistencia a lo que ahora llaman el culto dominical había que hacerla perfectamente emperifollado.

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Era el vestido dominguero, que solo se usaba para ir a la misa y no más, entonces ella se celebraba en latín y el cura lo hacía de espaldas a los fieles. Los sacerdotes usaban sotana para salir a la calle y en la cabeza se mandaban rasurar un huequito redondito en la corona del cabello que llamaban tonsura y que los distinguía por encima de los demás mortales.

Finalmente eran los intermediarios de Dios en la tierra y se les debía obediencia y respeto. Tener un miembro de la familia como sacerdote resultaba enaltecedor y de alguna manera las madres católicas buscaban que alguno de sus hijos tuviera vocación y terminara consagrando en el altar.

Dado que eran casi unos seres sobrenaturales, las ceremonias que realizaban estaban dotadas de toda la prosopopeya de rigor y producían estertores en quienes no alcanzaban a entenderlas. Las misas sólo podían celebrarse en las mañanas y los sacramentos, salvo la confesión, únicamente se administraban a primera hora. Para poder comulgar en la misas de 6 a 9 era necesario llegar en ayunas.

Todos los miércoles y viernes de la cuaresma no podía comerse carne roja ni pollo, solo debía consumirse pescado. Las mujeres no entraban nunca a la iglesia sin manto ni en pantalones, ni mangas cortas o vestidos que dejaran descubierto el pecho. Los textos que estaban autorizados para leerse eran aquellos que pasaban el visto bueno de la censura y los prohibidos iban al Índice.

La moral estaba regida por el pecado y solo la confesión podía perdonarlos. Quien muriera en pecado mortal iba al infierno a sufrir eternamente. Quien tuviera pecados veniales, aquellos que según los códigos vigentes, nada objetivos, no eran tan graves, iba al purgatorio, de donde solo lograba sacarlos la Virgen del Carmen con su escapulario.

Si se quería llevar una vida virtuosa, cada primer viernes de mes debería confesarse y comulgar. Los curas tenían que rezar todos los días un libraco que llamaban breviario y a las seis de la tarde inclinarse para el ángelus, cuando sonaban las campanas de las iglesias. Nada de eso queda ahora.

Todo es apenas un recuerdo que traigo hoy en plena Semana Santa en un año donde tal vez estemos viviendo otros derrumbes iguales o peores en vida y costumbres, creencias y esperanzas.