Escuchando las declaraciones de Otoniel, el extraditado jefe del Clan del Golfo, al tiempo que conocíamos en directo las confesiones de militares de distintos rangos sobre las ejecuciones sin fórmula de juicio de campesinos indefensos, se nos devolvía la película de las doscientas mil hectáreas de coca cultivadas en veinte años de fumigaciones; del impertérrito y solitario liderato que penosamente ostentamos en ser los mayores exportadores de cocaína hacia los EEUU, mientras que el volumen de sacos de café y barriles de petróleo fluctuaban dependiendo del mercado, la capacidad productiva de los yacimientos y las variaciones del clima ; pensaba también en los cientos de líderes sociales y en los más de trescientos ex guerrilleros asesinados, firmantes del acuerdo de paz con las FARC y en el fiscal Barbosa que se envanece mirándose al espejo, reconociéndose, así mismo, con dramática afectación, como el mejor fiscal de la historia.

Lastima repasar el sórdido periodo de la llamada parapolítica que, como colofón del siniestro recorrido de despojo y muerte de los ejércitos paramilitares, nos permitió constatar que el cuarenta por ciento de los congresistas de Colombia fungían como aliados o vinculados a sus estructuras políticas, mientras el entonces Presidente de la República se cubría de gloria bajo el nutrido aplauso y aprobación de quienes enardecidos abogaban por ungirlo como “Presidente Eterno”.

En los clubes sociales de Colombia celebraban los éxitos electorales de los responsables de la tragedia sin nombre que cubría con su velo de muerte el país. Para estas calendas se nombraban jueces, con toga pero sin ley, militares con preseas pero sin honor, ministros con poder pero sin moral; entre tanto, nuestro impoluto sector empresarial, con sus bolsillos y barrigas llenas, se tapaban sus oídos para no alterar su pecaminosa siesta ante la algarabía de dolor y desolación. La cocaína pasó a ser nuestro principal producto de exportación, y la corrupción el de consumo interno.

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Volviendo sobre Otoniel, ingeniosos estrategas de la fuerza pública, a petición de algunos lugareños, bautizaron con el nombre del Clan Del Golfo a los antiguos urabeños, pero si nos atenemos al relato de Otoniel ante la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), en Córdoba y Urabá ellos fueron sus amos y señores (de ahí el sentido preciso de su nombre) pues tenían bajo su nómina a buena parte del estamento político y militar, empezando por el General Barrero, comandante de la Brigada (por quien presuntamente pagaron su traslado al área como mando militar). El General Leonardo Barrero fue ulteriormente Comandante General de las FFMM de Colombia, hoy procesado por nexos con el narcotráfico y paramilitarismo.

El Clan del Golfo, el mismo que decretó recientemente el paro armado en el norte del país, surgió como resultado del acuerdo de paz chapucero del expresidente Uribe, que tuvo como finalidad central extraditar a los líderes mafiosos paramilitares para, de esa manera, escatimar la verdad sobre sus alianzas con el Establecimiento y que lo comprometían, a él en particular, hasta el tuétano, como se ha venido conociendo 20 años después.

Desde luego, tampoco se contempló ninguna suerte de reparación a las víctimas, muy a pesar de ser los principales responsables de los 9 millones de víctimas que existen en Colombia. La guerrilla ha tenido también una alta responsabilidad en este trágico guarismo y el Estado, en menor medida, relativizada por su impúdica y deletérea alianza con los grupos de paramilitares que infestaron a Colombia, gracias al beneplácito del gobierno de la Seguridad Democrática, alianza que desencadenó en uno de los episodios contemporáneos más siniestros de la humanidad: los falsos positivos.

Este Estado mafioso en donde los narcos y los grandes contratistas del Estado financian las campañas presidenciales, funciona como un zombi putrefacto que solo logra sostenerse a punta de bala, amenazas e impunidad; sometiendo y cooptando a su lógica tramposa a cada una de las ramas del poder público. De ahí su virulencia cuando un juez o tribunal de justicia actúa con base en la Constitución y la Ley, cuando no se amedrenta y rechaza presiones indebidas con valor; o la persecución impía a un parlamentario que actúa en auténtica representación de sus comunidades e intereses nacionales.

Este Narcoestado compra reelecciones presidenciales, modifica el estatuto constitucional para satisfacer las adicciones de poder de su dictadorzuelo, pretermite las normas vigentes sin importar su jerarquía con tal de hacer a un lado alcaldes incómodos. Este Narcoestado asesina sin pudor líderes ambientales, sociales y políticos por considerarles adversarios al Statu Quo.

Es este Estado mafioso el que debemos cambiar el próximo 29 de mayo. Este es el Estado mafioso o Narcoestado que nos impuso el uribato: un proyecto político-cultural de largo aliento (hasta ahora), corrompido en su ADN, corroído por el odio e impulsado por la codicia, que menosprecia a su pueblo o lo ha utilizado para garantizar su permanencia.
Este es el Narcoestado que en las elecciones debemos desmontar. Nos llegó la hora del cambio y de ser una verdadera democracia.