Unos taquitos de jamón

Poco a poco fueron despidiéndose el resto de los adultos entre sollozos, risas y recuerdos. Mezclas insólitas provocadas por la inquietud y nervadura que nos asaltaba sin compasión. Tal y como iban despidiéndose de papá, les invitábamos cariñosamente a abandonar la casa. Finalmente quedamos los más allegados, unas doce personas. Llegó la hora de comer.

El apetito había abandonado ya su cuerpo y su estómago se cerraba como la compuerta de un dique cuando consigue retener el agua. Su cuerpecito enjuto se transformaba por momentos en el de un niño indefenso. Costaba apreciar su verdadero rostro, aquellos brazos fuertes y ese cuerpo atlético que lo acompañaron durante tantos años.

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—¿Papaíto que te apetece comer?—, me atreví a preguntarle.
—No lo sé, no tengo hambre, respondió con dificultad, percibiéndose el sonido áspero y jadeante bajo su máscara.
—Hay una suculenta pata de jamón en la cocina, ¿te apetecen unos taquitos y un vinito?
—Pues mira ahora que lo dices, eso me lo comería a gusto, logré escuchar.
—¡Bien! ¡Genial!— grité eufórica. Una pérdida de consciencia momentánea que me hizo creer que todo había sido una pesadilla.

¡Disfrutó, disfrutó de cada trocito de jamón y de cada sorbito de vino, aunque su máscara no le permitía alimentarse con naturalidad, disfrutó!

Fue la última vez que le vimos sonreír. Su tez adoptó un fugaz color rojizo, originado por los rayos del sol que se asentaban en su cara. Hicimos bromas y reímos por unos instantes, nos evadimos de nuevo de la realidad, del porque estábamos allí.

No podía beber alcohol, era evidente, pero ¿quién puede negar un último deseo a un moribundo?
Continuará