En este torbellino de emociones que es la vida, una muy especial es ver cómo la familia se va desplazando por el mundo; en Colombia no hay familia que no tenga algún miembro cercano que haya emigrado al exterior.
No quiero entrar en detalles del porqué de esta realidad, pues, son múltiples las razones de ser un país exportador nato de seres humanos. El común denominador, sin duda, es búsqueda de mayor bienestar, aunque muchas veces no se encuentre, por lo duro que es la vida del emigrado.
Un muy duro momento es la despedida de nuestros hijos que deciden irse a radicar al exterior; es una especie de dolor masoquista, nos duele, pero nos gusta. Duele por la separación, por la distancia, por la incertidumbre de lo que van a vivir y, por nuestro ego, que no quiere desprenderse de ese apego que nos lleva a pensar y sentir que los hijos son de nuestra propiedad; al mismo tiempo, sentimos felicidad por saber que van en busca de su mundo y la realización de sus sueños.
Lo cierto es que, sentimos gran dolor por esa despedida y un gran anhelo de que vuelvan pronto, aunque tengamos la casi certeza de que, su vida estará lejos físicamente de la nuestra. Por fortuna, la tecnología nos permite verlos permanentemente y observar sus vidas cotidianas desde la distancia.
Los que nos quedamos sentimos el corazón oprimido que se desfoga con las lágrimas y el gran deseo de que tengan todo el éxito y la felicidad, en esta nueva empresa de ser emigrantes exitosos. En el fondo, los admiramos y nos sentimos orgullosos por la valentía de alzar vuelo y buscar vida en otras tierras.
Hoy despedí a mi hijo menor que se va a radicar en el exterior, por supuesto, estoy compungido y palpando todo lo descrito en los párrafos anteriores. El abrazo largo y apretado que nos dimos, fusión de tristeza y orgullo, permanecerá por siempre, esperando su regreso.
Ñapa: Siendo adolescente una novia me dijo, cuando me despedí de ella después de unas vacaciones escolares: «No se ha ido el que no ha vuelto»; los años me han comprobado la verdad de esa sentencia.
Ñapita: La realidad de que no hay colombiano que no tenga un primo en todo lugar del mundo, se observa en el aeropuerto, en la más repetida frase de despedida: «No se vaya a olvidar de llamar a mi primo; él, seguro se acuerda de usted, dígale que es hijo mío, entréguele el mecato». ¡Puede estar viajando al centro del Sahara!