Por: GUSTAVO ÁLVAREZ GARDEAZÁBAL
Todos los seres humanos tenemos un recuerdo bondadoso de alguno de nuestros maestros. Hay quienes lo poseen vibrantemente la que fue su primera maestra y salvo casos excepcionales casi todos preferimos el olvido contra los malos o dañinos profesores que se haya tenido.
Pero lo que sí son pocos son los que levantan unanimidad en el recuerdo y el cariño dentro de quienes fueron sus estudiantes. La semana pasada me informaron hasta este rincón a orilla del mar donde he venido a tratar de disminuir el efecto negativo emocional del mal de oído que me afecta, que había muerto doña Ruth.
Tal vez porque en el silencio donde trato de escuchar de nuevo el oleaje sobre la playa, esa clase de noticias hacen vibrar el diapasón de manera diferente. O quizás más bien porque me sentí culpable de no estar marchando detrás de su féretro, la noticia me ha puesto a pensar en dónde residía el secreto o la habilidad de doña Ruth para que todos los que fueron sus alumnos durante un poco más de 50 años la recordarán siempre con tanto afecto y gratitud.
Y, como es común en estos casos, la evidencia la tuvimos siempre a la mano porque ella la empleó en las relaciones con quienes nunca fuimos sus alumnos, pero que contamos con ella para hacer política, obras sociales o recibir consejos no pedidos. Doña Ruth no regañaba. Tampoco usaba la queja a los padres de familia ni convertía en instrumento punitivo la libreta de calificaciones. Y, lo que era muy sobresaliente en ella, para cualquier circunstancia, por difícil que fuese, siempre tenía la capacidad inmensa y generosa de su comprensión.
Entendía que el oficio de maestro no era solamente el de transmitir conocimientos sino el de orientar comprendiendo y quizás en exageración pero sin hacer gala de ello, doña Ruth entendía hasta la más díscola de las acciones de sus educandos y las clasificaba en el cajón de las soluciones, no del problema.
Montó su colegio de María Auxiliadora con afecto, sin aspavientos y con más entusiasmo que dinero. Nunca cobró matrículas exorbitantes lo que le garantizo educar siempre alumnos de clase media, nicho social en donde se mantuvo con dignidad y sin más pretensiones.
Tal vez por todo ello al morir doña Ruth Cruz de Bravo fueron tantos los recuerdos que han surgido y tantos los aplausos que me cuentan que dieron fervorosamente al paso de su féretro. Era una señora maestra. De esas que ya no se pueden dar en los tiempos de los algoritmos.