El hecho de mostrar la espada de Simón Bolívar en la toma de posesión de Gustavo Petro, en Colombia, trajo una ola que se sintió con mucha fuerza en España. El punto de la discusión se centró en que Felipe VI se quedó sentado al paso de la espada. Enseguida, las opiniones saltaron al ruedo. Unos tildaron su gesto como un irrespeto, otros consideraron que era lo acertado, ya que una espada no es un símbolo patrio.

Posteriormente, varios artículos de prensa en la Madre Patria enseguida recordaron que si bien Bolívar es un libertador en la América hispana, en la Península es un traidor a la patria y un brutal genocida, en su famosa Carta de Jamaica decretó la Guerra a Muerte contra el invasor español.

Venezolana como soy, no puedo apoyar la visión española sobre Bolívar pero sí puedo entender este punto de vista, que lo señala poco más como un asesino. Creo que para entender a este ser humano, que batalló y luchó aún a costa de su vida hay que ir más allá de lo que anuncian los tradicionales libros de historia durante el bachillerato.

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Prefiero, en todo caso, mantenerme de parte de la ecuanimidad y profundizar en cómo transcurrieron los hechos, pero es muy difícil entender con la mentalidad del siglo XXI la mente de los hombres y mujeres del siglo XVI. A veces también parece una tontería, pero habría que recordarle a los detractores de Bolívar que este no enfrentó a un grupo de niñatos que se fueron de rositas por el mundo novohispano.

La complejidad de la Conquista americana no se puede despachar en un simple vistazo, tomando datos inciertos que no ofrecen ninguna reflexión sobre el devenir de aquellos enrevesados acontecimientos. Por eso fue que hurgué en mi biblioteca y conseguí un libro que de alguna manera dibuja con maestría la ambivalencia y el riesgo que significó la conquista de las nuevas tierras americanas. Me refiero a un libro titulado El país de la canela, escrito por el colombiano William Ospina, oriundo de Tolima, región en la que nació en 1954.

Ya solamente el título es una alegoría a la ansiada tierra prometida que muchos conquistadores buscaron en los territorios recién descubiertos. Las noticias de las riquezas ocultas y suntuosas, de tamaño inconmensurable, abrió el apetito de feroces ambiciosos que vieron en la expedición que Colón había iniciado la oportunidad de labrarse su propio reino en la tierra.
Brutales y oportunistas, muchos de los que llegaron a las territorios americanos llegaron movidos por la sed del que nada tiene y nada pierde.

En El país de la canela, Ospina traza la ruta que siguieron los hermanos Pizarro. Una familia de voraces conquistadores, oriundos de la región de Extremadura, en España.
Dice Ospina: “Buitres y halcones a la vez, sus hermanos Francisco, Hernando y Juan, con una avanzada de hombres tan rudos como ellos, se habían bastado para destruir un imperio”. (El país de la canela, Ediciones La otra orilla, 2009, pág.79). Se refiere a la destrucción del imperio Inca.

Un fragmento que me parece esclarecedor sobre el carácter del Conquistador español en América, es el siguiente: “Para entender a esos hombres de Extremadura, que fundidos a sus potros enormes fueron capaces de dar muerte a un dios, tenemos que pensar en la dureza de la vida en España cuando no se ha nacido en cuna de príncipes”. (pág.80).

Aunque no es un libro de ensayo histórico, sino más bien un libro que reconstruye con magníficas metáforas e imágenes contrapuestas la complejidad de esa gesta, creo que entrar en estas narrativas nos puede dar una dimensión histórica de que no hubo conquista sin enfrentamiento a fuego y muerte.