KICO BECERRA

Una de las cosas que más cambió de la generación nuestra, con las siguientes, ha sido sin duda la explicitud del sexo.

Para nosotros, la desnudez y la conversación sobre temas sexuales, eran tabús que, solo se hablaban en la intimidad y entre amigos «corrompidos» que, contaban sus aventuras de ese secreto mundo, con pelos, olores y señales.

Ahora, todo el mundo se va empelotando y muestra sus partes «nobles», sin vergüenza alguna. No sé de dónde el pipí y la cuca resultaron nobles, pero, así se llamaron mucho tiempo. Bien dicen en las Aguilas descalzas, no me imagino una fiesta en un palacete anunciando: «llega Don Kico, con su noble Márquez Pipí colgando».

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Sigamos, la vaina es tan normal ahora que, en estos días me enteré, por chismoso, de que unas muy recatadas damas, estuvieron viendo y, algunas comprando, juguetes sexuales, que llaman; si eso no fuera bastante, la vendedora y patrocinadora del evento era una señora que ronda por los 75 añitos; no doy su nombre, pero, si me obligan, lo tendré que hacer.

Venciendo mi timidez resolví, con mi tapabocas, gafas oscuras, gabán y bufanda, ingresar a un local donde venden esos adminículos (literal). ¡Oh sorpresa! Pepe Ganga es una maricada, en comparación con un supermercado de perendengues sexuales.

Mi perturbación (de perturbar, no de mastur) aumentó cuando la que atendía era una graciosa dama quien, de una, me atacó preguntándome: «Para damas o caballeros»; colorado le respondí: Caballeros. Ella hizo un ademán señalando y diciendo:»HOMOSEXUALES en el segundo piso».

Con las gafas negras, nubladas por la respiración del tapajetas, logré corregir el error y me quedé en el primer piso y empecé a ver miles de falos, vergas, penes u pipís que llaman; de todos colores, que brincan, que mueven su cabecita como perro de taxi, de todos los tamaños, entre baguette y pan de $500; unos tienen hasta control remoto; mi pudor trataba de no mirar más pipís de esos, pero, la incisiva vendedora me mostraba más; me insistía en que tocara la textura y su vibración, mariquería que no acepté.

Había unas cosas rarísimas, como unos alicates vibradores que se meten las mujeres por allá, dos pipís pegados, le entendí que se llamaban algo así como binoculares.

Claro que, les confieso, el diablo que ronda por esos almacenes llegó a su máxima expresión, cuando me mostraron una especie de camándula de bolas que comienza con una del tamaño de una pelota de tenis y se van achicando. Al preguntar que como se rezaba con eso y me explicaron para qué era, salí corriendo a buscar agua bendita para lavarme los ojos, mientras la vendedora me ofrecía látigos, esposas para manos y todo tipo de dilatadores, de ojos, supongo; aceites, lubricantes y anillos para la vibración del automóvil, entiendo.

Con la preocupación de que alguien me hubiera visto en esa tienda de corrompisiñas, me entré a una panadería cercana a comerme un pandeyuca con tinto; cuál fue mi sorpresa cuando entró la vendedora del Sex Shop y duro me dijo: «También tengo retardantes y endurecedores, se los pudo enviar a domicilio».

¡El fuego del infierno me espera!