Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal
Era muy niño cuando mi padre, montañero autodidacta de la vega del Porce, me facilitó la lectura de San Antoñito. Años después la vida me dio el lujo de tener como profesor al doctor Kurt Levy, el insigne maestro canadiense, quien nunca ha sido igualado en sus estudios profundos sobre la literatura antioqueña.
De sus clases por dos años salí convencido hace ya más de medio siglo, que Tomás Carrasquilla era el más grande de los grandes de la literatura paisa. Hoy, ante su féretro,cuando retorna al cementerio donde se recibió inicialmente su cadáver en 1940, y después de haber recorrido sendas idénticas a las que él caminó en su escrutinio de la provincia y de lo pueblerino, reafirmo en voz alta que estamos inhumando de nuevo al más grande de los narradores que esta tierra de cuentos y anécdotas ha tenido en toda su historia.
Tanto que al lado de Isaacs, cuyo restos también reposan en este Museo Cementerio, ocupan el máximo sitial de los escritores colombianos que han hecho su oficio desde el terruño que los vió nacer, crecer, sufrir y gozar.
Ese es acaso su mérito y la razón por la que la gran mayoría de quienes están hoy aquí se han congregado a rendirle homenaje postrero. Don Tomás fue cuentista y novelista de su tierra sin tener que ir a pedirle permiso a los bogotanos que trataron, cuando no, de despreciar el producto de la provincia lejana y, hoy en día, todos tienen que inclinarse ante la imponencia consagratoria que el paso del tiempo le ha dado a su nombre y a su obra.
Con la grandeza de la Marquesa de Yolombó o con la vertiginosidad de A la Diestra de Dios Padre, Tomás Carrasquilla llega a su descanso final consagrado por colombianos y extranjeros, pero sobre todo convertido en un símbolo de la antioqueñidad, exaltado con reverencia como el gran estandarte de ese furor paisa hoy tan polarizado ,pero siempre dispuesto a unirse para recuperar el poder perdido y olvidar las diferencias mientras se vuelve a gritar “Oh libertad que perfumas las montañas de mi tierra”