Por: Gustavo Alvarez Gardeazabal
Aunque a las generaciones del dedo pulgar y la pantallita no les hayan valorado nunca lo que significa Botero en la pintura universal y, por ende, no les quepa la idea de que el muerto del pasado viernes ha sido, y seguramente será, el más grande de los artistas que ha tenido Colombia, en breve a ellos y a los que puedan sobrevivir en este mundo acelerado y autodestructivo no les quedará más remedio que admitirlo: ningún otro como él.
Ha sido el único de los colombianos que a lo largo de toda nuestra historia puede estar en el mismo catálogo de los grandes con Rembrandt,Da Vinci,Gauguin y esa pléyade que ha sobrepasado los límites del recuerdo.
Fue una gesta suya exhibir sus gordas gigantescas en los Campos Elíseos para asombro de los excluyentes franceses. Fue una gloria para Colombia hacer lo mismo en Nueva York y en Dubai y emocionante verlo ir ascendiendo peldaño tras peldaño a lo largo de su vida hasta la cima.
Paisa fututo, no fue tan fácilmente admitido por sus coterráneos que hasta hace muy poco bajo la batuta de los obispos se portaban entonces como los talibanes de estos días.
A muchos antioqueños avaros (como lo son casi todos por genes) les pareció una ofensa que Botero fuera tan generoso y les regalara no solo a ellos el Parque que lleva su nombre y otro a Bogotá y no se pusiera más bien a llevar la cuenta de lo que gastaba trabajando ese material y cuanto más trasteándolo por todo el mundo y no comparara con la ganancia que obtenía vendiéndolo.
Pero los apabulló con su generosidad y no cayó en zalamerías. No se dejó encasillar políticamente aunque muchos de sus cuadros fueron de agresiva denuncia. Siempre rehuyó a García Márquez porque le era antipático, pero no habló mal de él ni de su obra. Respetó las de los demás aunque a pocos patrocinó.
Honró a la patria desde la lejanía y se entroniza como el ícono mayúsculo de nuestro desprovisto altar de los dioses del arte.