Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal
Cuando fui alcalde de Tuluá por primera vez en las elecciones de 1988, existía el Bar Metrópolis. Era el único bar de rock que existía entonces. Yo lo frecuentaba tanto que cuando había sacado unos años antes mi novela “El último gamonal”, me atreví a cometer la herejía de hacer el lanzamiento en ese bar.
Al llegar a la alcaldía me entusiasmé con hacer un concierto de rock cerrando la carrera 25 frente a Metrópolis, que quedaba justo al tope del hoy desaparecido colegio de las Madres Franciscanas, donde orgullosamente cursé la primaria. Por supuesto que escandalicé a la pacatería tulueña y en especial a los momificados políticos a quienes había desplazado.
En ese tiempo, hace ya 35 años, no habían cogido los muchachos las costumbres tribales del pogo y no simulaban los combates imaginarios con que ahora adornan todo concierto rock.
Fue un éxito total. Hay una fotografía donde la muchachada me alza en hombros y me pasea como torero triunfador. Todo eso, empero, fue posible porque el dueño de Metrópolis, Alonso Cardona, un paisa entucador que había llegado a Tuluá a romper la tradición, me convocó a los centenares de asistentes y los convenció de que se portaran bien.
No puedo olvidar ni ese período de mi vida ni mucho menos aquél concierto memorable que me llevó a invitar, con igual o mayor éxito después a conciertos similares al grupo Kronos de Fresquet de Cali y luego a Elkin Ramírez y su mitológico Kraken de Medellín.
Era un Tuluá que buscaba rutas nuevas para no volver a caer en las malditas guerras que hoy todavía lo azotan.
Lo he recordado porque el pasado martes de un fulminante infarto murió Alonso Cardona en Medellín, donde se había retirado después que recogió bártulos huyendo tal vez de las bandas de extorsionistas que hoy controlan la ciudad. Ante su tumba una rosa amarilla que simbolice mi gratitud y la de mi pueblo.