Incendiar un país para salvar a un hombre

Por: Rubén Darío Valencia

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¡Qué miedo! Anda en boca de todo el mundo, en los foros infernales de las redes, en los rezos de los analistas, en la caldera de los opositores y hasta en la voz del propio Presidente Gustavo Petro, un concepto de profundo peligro democrático, inquietante y febril: rompimiento institucional. Una rebelión de las ratas, una esquizofrenia política, una sedición constitucional, una llama en la hojarasca seca.

Siempre creí, frente a los peligros de los proyectos políticos e ideológicos más delirantes, frente a las abigarradas campañas populistas y las andaduras tiránicas, que Colombia estaba inmunizada gracias a nuestras instituciones republicanas, centenarias, fuertes y llenas de hombres y mujeres con sentido de grandeza e historia, inexpugnables e invencibles. Con yerros propios de toda actividad humana, pero que sumados han hecho de Colombia un país viable y respetable aún en los más oscuros desafíos enfrentados a lo largo de sus 200 años de historia.

Las Cortes, aún el Congreso y la Presidencia (tan impopulares en esta nueva era), las instancias académicas y científicas, nuestro sistema electoral y nuestros pactos de convivencia civil escrita en códigos Penal, Civil, de Comercio, incluso nuestra Policía y Fuerzas Armadas, son el alma viva de una Constitución moderna, garantista y felizmente consensuada por todo el país tras un ejemplar acuerdo de paz.

Garantías que permitieron al entonces brillante senador Gustavo Petro Urrego hacer una oposición feroz durante 40 años. Siempre documentado, destapó ese oscuro episodio de la parapolítica en Colombia que mandó a la cárcel a decenas de políticos, funcionarios públicos y hasta particulares asociados en esta trama sangrienta.

Petro levantó el dedo acusador, pero sin señalar a nadie de la contraparte de esta barbarie, las guerrillas, a cuyo conjunto perteneció como miembro partisano del M-19. Nadie lo tocó, encontró contradictores, por supuesto, nadie lo calló, los medios se hicieron eco de sus denuncias, pusieron en letra de molde y en titulares de primera página sus proclamas ideológicas que lo convirtieron en líder, y el sistema judicial avaló sus investigaciones y sus antiguos enemigos de muerte, la Policía y el Ejército, garantizaron su vida y la de su familia. El usó la democracia y sus herramientas para elegir y hacerse elegir.

Hoy, siendo Gobierno, objeto del escrutinio público como garante de las leyes y las formas, y blanco de las críticas de una oposición que, como fue la suya, no perdona, el Presidente Petro se duele, se victimiza, se enardece y con su voz como flama hace incendios en todas partes, en todos los escenarios.

La Fiscalía, las Cortes, el Consejo Nacional Electoral y la Procuraduría adelantan investigaciones en torno a la financiación de su campaña, tras denuncias de su propio hijo Nicolás Petro y de su hoy embajador ante la FAO Armando Benedetti. Nadie más que ellos entregaron los insumos de un escándalo que ya va por Fecode, la Dian, una empresa de aviación, facturas anuladas, amén de los casos en el Dapre (las chuzadas a la niñera de Laura Sarabia), la suspensión del Canciller Álvaro Leyva por el fallido contrato de los pasaportes, pasando por los dineros gastados por su esposa Verónica Alcocer, la pérdida de los Juegos Panamericanos para Barranquilla y el lío de su hermano visitando las cárceles de narcos para prometerles paz total por votos.

El Presidente no aguanta tanta espesura y saca de su caja de herramientas democráticas a la medida la teoría de que es un perseguido político, que las castas no lo dejan gobernar, que lo odian porque es el primer presidente progresista en 100 años y que por eso no le aprueban sus reformas sociales. Y en las últimas horas se lanzó al delirio: en un largo trino en su cuenta de X, le dijo al país lo que está pensando y señaló su siguiente paso: hay un rompimiento institucional, es decir, que no cree ya en el ordenamiento jurídico del país, ni en las Cortes, ni en la Fiscalía, ni en la Procuraduría. Y por ello convoca a la movilización nacional (marchas, paros, bloqueos) para gobernar en una oclocracia, el modelo que mejor se ajusta a sus ideas.

Ojo señores petristas, líderes de los partidos políticos, medios de comunicación, pueblo en general, no juguemos con esa candela, no quememos las naves, no incendiemos al país para salvar a un hombre, ni siquiera a un partido o a un Gobierno que naufraga en la incompetencia y la inacción. Porque es posible que no haya retorno.