El siglo XXI ha traído consigo una infinidad de debates e ideologías que se presentan a sí mismas como detentoras de la verdad. A la par, las nuevas generaciones —habituadas a las tecnologías de “todo al alcance de un click”—, adoptan estas ideologías como regidoras de su personalidad. Se trata, al fin y al cabo, de una generación (mal)acostumbrada al conocimiento instantáneo, que ha dejado de valorar la constante persecución de la verdad.
Lamentablemente, fruto de este facilismo patológico, se ha caído en el modismo del cuestionamiento deconstructor. Un cuestionamiento que consiste en la mera crítica a lo “establecido”, a lo “normativo”. Una crítica sin fundamento más que el afán de criticar. Son cuestionamientos frívolos e irresponsables. Cuestionamientos vacíos de aquellos que, auto percibidos revolucionarios, se preguntan el por qué de las cosas sin realmente buscar una respuesta. Es una sed de verdad a medias, de verdades convenientes e ideológicas.
Cuestionar si, cuestionar no, cuestionar todo, cuestionar nada. Este se ha convertido en el gran dilema del siglo, un debate que atraviesa cada célula social desde su núcleo. El cuestionamiento se ha convertido en el modismo del “hombre idiota”, quien con su actitud sólo resulta funcional a las ideologías y poderes de turno, sin concretar —realmente— ninguna revolución prometedora.
Y en esta odisea de inútiles, la verdad se ha visto prostituida e instrumentalizada. Se la ha vestido con distintos nombres, partidos y banderas. Se la ha acusado de estática y de cambiante, de única y de diversa. Una verdad que ya no es verdad, sino que es discurso. Una verdad que ya no es fin, sino que es medio.
En síntesis, nos enfrentamos a una realidad dura, pues ha perdido sus bases y, con ello, la capacidad de edificarse a sí misma. Entre tanto, el ser humano camina perdido y sin rumbo, en un amplio mercado de identidades cambiantes y de baja calidad. No estamos yendo a ningún lado, más bien, estamos caminando en círculos, condenados a tropezar con la misma piedra.
Pero no todo está perdido. Nos toca aprender a ver el mundo desde afuera, desde el reconocimiento de la propia ignorancia y la incómoda —pero constante— posibilidad de estar equivocados. No se trata de cuestionar lo normativo por su carácter de norma, ni lo establecido por no entender su razón de ser, sino de cuestionar en pos de construir —sociedades— sobre bases firmes y duraderas. Se trata de edificar generaciones con el conocimiento de la verdad, en su forma más honesta, y de alimentar el deseo de la sabiduría humilde en nuestros hijos y nietos.
Cuestionen, si. Pero cuestionen con conciencia y a conciencia. No cuestionen por osmosis. Aprendan, lean, estudien. Pero no persigan el conocimiento desde una arrogancia inexperta, sino más bien, busquen el saber desde la humildad.