Cuando se revisan ciertos indicadores en Colombia, en especial aquellos referidos a sus abismales desigualdades, a los niveles de concentración de la riqueza, a la imposibilidad de lograr movilidad social trabajando y estudiando como en algún tiempo se creyó posible ( después de 11 generaciones se puede dejar de ser pobre), según la teoría promovida por los prestidigitadores políticos o vendedores de ilusiones, y si le sumamos, además, el nulo esfuerzo o compromiso por modificar semejante realidad por parte de su llamada clase dirigente, logramos tener las claves para comprender el porqué del estallido social, de esta olla a presión que es Colombia y que venía pitando con fuerza hasta reventar por todos los costados nuestra abigarrada geografía social.
En el mundo y en América Latina, en particular, se venía incubando un afincado y poderoso sentimiento de inconformidad social, popular y juvenil. La promesa social y política que la democracia occidental contenía perdió credibilidad y potencia ante su desastroso saldo en pobrecía y atraso. Presentándose en este lustro, como consecuencia, un sinnúmero de fenómenos sociales en el vecindario y que los estudiosos de los procesos sociales dieron por nombre estallidos sociales.
En Colombia se presentó un despertar político, juvenil y ciudadano estimulado en la lucha y aspiraciones de paz nacional, potenciado paradójicamente por el punzón lacerante del uribismo que, además de porfiar estos anhelos, implantó un régimen de terror y privilegios en los últimos veinte años de sus gobiernos y de nuestra historia reciente al frente de los destinos de Colombia.
El segundo gobierno de Juan Manuel Santos al firmar un acuerdo de paz con las Farc comenzó a descoser esta fina urdimbre de mafias paramilitares, angurrientos empresarios y banqueros desalmados. Este fenómeno se concretó, entre otros, gracias a los movimientos sociales y ciudadanos que se animaron en la búsqueda de la paz, logrando impulsar un proceso disruptivo de reinvención de una democracia más auténtica, que respondiera por fin a las urgencias básicas, trascendentales y existenciales de la Nación.
La pelea no era solo por salarios, por educación o salud; la pelea se libró por el todo, por una vida digna, por reconocimientos diversos, por libertades políticas, por garantías de participación. Sus luchas fueron por la posibilidad de incidir, pero sobre todo para cambiar sus destinos, en tanto que nuestra democracia estaba cerrada a cal y canto a estas posibilidades bajo el torvo liderazgo de los gobiernos uribistas.
El estallido social se cocinó en la búsqueda de una institucionalidad inexistente que le diera trámite formal a las crecientes demandas sociales y políticas del pueblo colombiano. La explosiva desconfianza a la institucionalidad uribista y suprema ineptitud de su último gobierno resultante, en gran medida, de acuerdos clientelares tejidos desde el Congreso, para repartirse los recursos del Estado y aceitar así el carrusel de favores que les permitirían permanecer impertérritos en el poder, descartando por esta vía toda posibilidad de alternancia democrática como lo han hecho siempre.
Esta infalible fórmula fue la que les falló. No les fue suficiente ostentar todo el poder pendenciero, corrupto y punitivo que le otorgó el país político del que hablaba Gaitán, imponiéndose en cambio, para su sorpresa, la marea de millones de inconformes que enterraron en las calles la confiscatoria e impopular y regresiva reforma tributaria.
Después de este fatídico gobierno que desencadenó la revuelta popular más importante de las últimas décadas, el país no volverá a ser el mismo. Está hoy protagonizando un nuevo estallido político y electoral. Logró en las pasadas elecciones la bancada progresista e independiente más importante que se tenga noticia y se apresta para elegir ahora a Gustavo Petro y Francia Márquez como su presidente y vicepresidenta de la República.
Al contrario de lo que maliciosamente se señala, solo un gobierno demócrata y progresista, esto es que gobierne para su pueblo, sofocara el furor que se siente hasta en las conversaciones de amigos. Colombia no votará por quienes saquean el erario desde el gobierno (los $70.000 millones de Centros Poblados), no votará por más falsos positivos como venimos conociendo gracias a la JEP, menos por su remozada práctica en la era Duque (Puerto Leguizamo, Putumayo), no votará por quienes bombardean niños y masacran colombianos, no lo hará por los enemigos de la paz; no votará por Fico, el candidato de Duque que como presidente de la República transgrede la Constitución Política e instiga al chafarote de Zapateiro para que haga lo mismo que él: participar en el debate electoral en favor del ungido por Uribe. Fico representa la politiquería, las mafias uribistas, el desdén por la democracia y sus formas.
Es el candidato más impreparado de la contienda, y sin embargo, el escogido por encopetados banqueros, por algunos líderes políticos educados en la mejores universidades del mundo; por Pastrana, Gaviria y Uribe que representan el pasado y lo hacen a sabiendas de su ineptitud, pero eso no le importa a ninguno de los personajes anteriores; menos que Colombia sucumba en la trastienda de todas las desgracias. Lo único que realmente les interesa es no perder siquiera un centímetro de sus mezquinos intereses. A esos niveles de patología social y política nos llevó la cacocracia refinada y reinventada en sus manos.