El pasado 28 de abril de 2020 líderes indígenas del pueblo Misak derribaron la estatua de Sebastián De Belalcázar ubicada al oeste de la ciudad de Cali, iniciándose con este gesto justiciero y provocador la gran movilización popular en Colombia, convocada por las centrales obreras y el comando nacional de paro, que devino en un estallido social sin precedentes con un dramático acento social y político en Santiago De Cali.

Estos acontecimientos resultaron de la despiadada opresión e iniquidad de veinte años de uribato caracterizado por el autoritarismo, la violencia estatal y el impúdico festín de los
recursos públicos, a cargo de una clase política mediocre y parasitaria que soportó “legal” y políticamente la macabra y corrupta actuación de este grupo político-delincuencial.

El Coste de este respaldo de la mañosa clase política estuvo a cargo de los contribuyentes y, sus consecuencias, como siempre, a cargo del atribulado pueblo colombiano.

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Este estado de barbarie tocó fondo, gracias a la indolencia y banalidad de un gobierno autista que con la misión de sabotear la paz lograda, decidió porfiarla, dilapidarla y hurtar los recursos de Estado. Este gobierno sin brújula y con una partitura vieja solo podía sostenerse ante el repudio nacional a través de la arbitrariedad de la fuerza pública y la intangibilidad de los privilegiados de Colombia: banqueros, terratenientes, gremios
económicos y un poderoso sector empresarial que poco le interesa la democracia salvo que esté al servicio de los guarismos en sus balances financieros.

El gobierno de Iván Duque solo fue fiel al encargo estratégico de su mentor: mantener el país en un estado de ansiedad, de preguerra, mas no de posconflicto; sabía con claridad que mientras la seguridad fuese más importante que las libertades, el decadente proyecto autoritario y corrupto en el que milita tendría otro aire para seguir esquilmando los recursos del Estado.

La corrupción y la violencia son la cara y sello de la misma moneda: “robando y con el mazo dando” Hasta en el lánguido final de su irrelevante mandato repujó su impronta: robándose los recursos de la paz, los que se ejecutarían en los municipios PEDETS, de aquellas comunidades que padecieron con su desgracia el rigor del desalmado conflicto armado colombiano.

Don Sebastián De Belalcázar ha sido un testigo impertérrito de las actuaciones abusivas de la llamada dirigencia nacional, también lo fue, sin importarle, de la indignación que causó en el país la reforma tributaria agenciada por el gobierno Duque, a través, de su pirómano ministro de hacienda, el mismo que endeudó a los municipios más pobres con deudas impagables mediante el espejismo de los bonos del agua, todo por ganarse un billetico.

Como el hierático conquistador, lo hizo sin dolerle una muela.
El bronce de marras se parece al gobierno de Duque: frío, arrogante, amenazante, criminal, asaltante, saqueador, indolente y enemigo del pueblo; tan solo venerado por un minúsculo sector social que le rinde culto a las tiranías y las armaduras, como las modernas lucidas por el ESMAD; solo el lenguaje de los sables, de las supuestas superioridades heredadas y les causa escozor el tumulto y el olor a pueblo. En Cali, a algunos, les ha generado mayor indignación el derribamiento de la estatua de un genocida, que la cobarde ejecución de miles de campesinos inocentes también de un genocida.

La rabia, la exclusión, el racismo, la pobreza, la corrupción, el machismo y el uribismo, así esto último suene redundante porque lo recoge todo, se convirtieron en el torrente, en la fuerza furiosa y festiva de la juventud, en la sublevación del pueblo y en el ímpetu ancestral del indio que derribó de un solo envión a aquel que simbolizó el inclemente castigo vivido o sufrido por su pueblo durante la conquista y los siglos infames de colonialismo.

Don Sebastián De Belalcázar mordió el polvo, el pedestal sin él nos recuerda el acabose de la tiranía, nos anuncia el advenimiento de una nueva era, una era de vida y pueblo; una
nueva era de esperanza y paz.

Su bronce de nuevo se erguirá en su pedestal, pero no sobre el pueblo, mirará con asombro hacia el pacífico al advertir cómo se despojan sus comunidades de los grilletes del atraso y la violencia, disponiéndose a gobernar por fin sus vidas, dispuestas a liberarse del manto de la muerte.

El pacífico será otro territorio, otra realidad, como Colombia también.
Santiago De Cali ya no le rendirá culto, será apenas un chafarote presumido derrotado por los indígenas de la Nueva Colombia. De nuevo será visitado por las parejas para jurarse amor eterno, para comerse un cholado, para hacerse una postal o tomarse una selfie, pero jamás se volverá a venerar y lo contemplarán con desdén. Ya no será necesario derribarlo, solo con leer su inscripción será suficiente.
Don Sebastián De Belalcázar no estás en naa.