Al momento de escribir estas líneas, las redes sociales están al borde del colapso pidiendo a la gente que se quede en su casa, que no salga, que no contribuyan con la propagación del Covid-19, que por favor cumplan con la cuarentena, sin embargo, las imágenes son muy dicientes, filas en las estaciones del MIO, jóvenes jugando fútbol en las canchas de los barrios, personas transitando libremente por las calles, en fin, casi que un día normal, pero con menos carros en las calles.

Inmediatamente aparecieron los insultos en las redes y, con ellos, otra vez la histeria colectiva, esa vieja loca que proclama que nos vamos a morir todos, por culpa de los inconscientes que decidieron no confinarse en sus casas.

Al respecto hay que decir varias cosas. Por una parte, sí es cierto que hay mucha gente a la que le sobra estupidez y decidió hacer caso omiso al llamado de las autoridades para el enclaustramiento. Somos una sociedad dominada por la estulticia, pero no es un fenómeno exclusivo de nosotros, los latinoamericanos, lo mismo pasó en España y en Italia, sociedades del primer mundo, en donde miles aprovecharon el primer fin de semana de confinamiento voluntario para irse de paseo con sus familias y, de paso, esparcir el virus por todos los pueblos y territorios en donde estuvieron, elevando exponencialmente el número de contagios. Esas prácticas heredadas parece que nos hubiesen quedado marcadas desde la colonia, junto con la acumulación desmedida de papel higiénico, algo que también hicieron los españoles masivamente.

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También hay que decir que existen muchos, muchísimos, jefes indolentes y miserables que, amparándose en ciertos vacíos o ambigüedades de las normas de excepción, obligaron a sus trabajadores a tener jornadas presenciales en sus puestos de trabajo, exponiéndolos a riesgos innecesarios y dificultando la contención del virus.

Pero también hay que decir que las economías latinoamericanas y particularmente la colombiana, se encuentran marcadas por el subempleo o rebusque, hay un amplísimo porcentaje de personas que dependen de sus trabajos diarios para poder vivir, vendedores ambulantes, manicuristas, peluqueros, paseadores de perros, bañadores de mascotas a domicilio, meseros, lustrabotas, cacharreros, vendedoras de arepas, ello sin contar al ejército de personas en situación de calle que viven de la mendicidad. Somos una sociedad que vive en medio de la miseria generalizada y aprendimos a convivir con ella, a camuflarla a ignorarla. Desde que al gobierno de Santos le dio el embeleco de hacernos parte de la OCDE, el DANE no tuvo más remedio que maquillar las cifras y hacer parecer a los subempleados como empleados, para no quedar tan mal y aparentar ser un país “desarrollado”; pero de vez en cuando nos despierta un recordatorio de esa miseria que hemos invisibilizado. Uno de ellos fue el 21 de noviembre del año pasado, cuando nos sentimos amenazados en nuestros conjuntos residenciales porque supuestamente los pobres iban a saquear nuestros apartamentos, y entonces nos armamos con palos y escobas para defendernos de ese ejército de excluidos que amenazaba nuestro modo de vida, nuestras pequeñas comodidades.

Ahora que es nuestra salud la que se ve amenazada, nuevamente tenemos el recordatorio de que esos seres invisibles están ahí, listos para enfermarnos y por eso los insultamos y les decimos, les suplicamos, que se queden en sus casas, que disfruten en familia, que no nos expongan, que no nos importa que no coman, pero que por favor no salgan, y yo, después de la catarsis en redes sociales, no puedo sacarme de la cabeza unos versos de una canción de Molotov: “porque no nacimos donde no hay qué comer, no hay porqué preguntarnos cómo le vamos a hacer”.