¿Era Jesús un político?
Por: Rubén Darío Valencia
Jesús no era un político. No vino a hacer una revolución armada ni a derrocar gobiernos ni imperios, razón por la cual los judíos no pudieron verlo como el Mesías que ellos esperaban: un general armado al mando de un ejército invencible que haría trizas a la Roma invasora, y que vengaría con sangre los casi dos siglos de dominación oprobiosa al pueblo judío.
Ni a uno de aspecto humilde, casi mendigo, que enseñaba a dar la otra mejilla, a perdonar a los enemigos, que se reunió con ricos odiados, con letrados que lo repudiaban por una fe ilustrada pero ciega, pero también con pobres, extranjeros y con toda laya de pecadores, enfermos y desahuciados.
De hecho, cuando fue preguntado sobre su posición política frente al gobierno del César romano, su respuesta no pudo ser más neutral, pero al mismo tiempo profundamente doctrinal: “Dale al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”. Incluso, enseñaba a obedecer y acatar las leyes y a honrar a los gobiernos civiles. Él mismo se sometió a la ley.
“Mi reino no es de este mundo”, su declaración más mesiánica, nos habla de su verdadero propósito: anunciar el Reino eterno en el cual Él es Rey, Profeta y Sumo Sacerdote. Incluso, huyó a los montes cuando supo, después de repartir los cinco peces y los dos panes, que la multitud lo buscaba para coronarlo como rey. Él no había venido a eso.
No fue el primer antiimperialista de la historia, ni fue un héroe palestino (era hebreo) que se enfrentó al imperio romano (de hecho, no hay un solo registro que diga que algún líder palestino, pueblo que no existía entonces, se haya enfrentado a la invasión romana como sí lo hicieron los judíos, como los macabeos y los zelotes), ni era un populista que había venido a salvar solo a los pobres de riqueza material.
Entonces, ¿por qué tantos políticos lo cuentan como un líder progresista que avala la lucha armada, la lucha de clases y justifica visiones puramente humanistas que, increíblemente, van en contravía de la obra de Jesucristo? ¿Quién era realmente Jesús, entonces, si no era el Mesías político que esperaban? ¿Si no vino a derrocar gobiernos ni a liberar a Israel con espada, qué significan los títulos que se le atribuyen —Pastor, Salvador, Mesías— y por qué es importante no confundirlos con categorías ideológicas modernas?
Jesús es Pastor porque conoce a sus ovejas, las guía con amor, las cuida y da la vida por ellas. Su liderazgo no es autoritario ni carismático en el sentido político. Es un liderazgo pastoral, espiritual, profundamente sacrificial. El pastor no impone; acompaña, enseña, advierte y protege. No es un caudillo que exige fidelidad ciega, sino uno que ama hasta la muerte, y cuyo gobierno se basa en la verdad, no en la manipulación de las masas.
Jesús es Salvador porque vino a rescatar no de la pobreza ni de la opresión política, sino del mayor enemigo: el pecado y la condenación eterna. La salvación que ofrece no es económica ni social en primera instancia. Es espiritual, eterna y universal. Su muerte en la cruz no fue la de un mártir político, sino la del Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Su sangre no clama venganza, sino perdón.
Y Jesús es Mesías —el Ungido prometido por Dios desde los tiempos antiguos— no en la forma que muchos imaginaron, sino en la forma que Dios dispuso desde la eternidad. No fue coronado por una turba exaltada, sino por su resurrección de entre los muertos y su ascensión al trono celestial.
Confundir a Jesús con un revolucionario o un político es reducirlo a una caricatura ideológica. Es negar su carácter divino y su obra redentora. Es instrumentalizarlo para fines humanos, a menudo contrarios al Evangelio que Él predicó. Por eso sorprende que tantos hoy, especialmente desde ciertas corrientes políticas, se esfuercen en rehacer su imagen conforme a sus agendas, citando sus palabras fuera de contexto o reinterpretando su vida a través de una lente ideológica que nada tiene que ver con la cruz ni con la resurrección.
Jesús no vino a fundar un movimiento social, sino a reconciliar al ser humano con Dios. No vino a levantar banderas partidistas, sino a anunciar el Reino eterno que no será destruido. No vino a dividir a los hombres por clases o razas, sino a hacer de todos los pueblos una sola familia redimida por su sangre. Por eso, más que un símbolo para luchas terrenales, Jesús es la única esperanza para la lucha más profunda de la humanidad: la que se libra en el corazón de cada persona entre el pecado y la gracia.