PETRO DICE UNA COSA… PERO HACE OTRA

Por: Rubén Dario Valencia

Una de las cosas que más le gusta hacer a Gustavo Petro, además de las que le generan ciertos placeres muy íntimos y al parecer oscuros, al tenor de las revelaciones que está haciendo su excanciller Álvaro Leyva Durán, es la de posar de líder universal por la paz, la vida, la democracia, las luchas sindicales, la mujer, los niños y el planeta (todavía no lo ha hecho claramente como animalista). Es decir, y lo ha dicho, una especie de amalgama cósmica, biológica e histórica de Jesús de Nazareth, Simón Bolívar, Alexander von Humboldt y Aureliano Buendía.

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Se ha proclamado, aunque ya nadie le cree en el mundo (en Colombia todavía la iglesia petrista lo adora como a un iluminado), como la voz del planeta que gime. Pero es un extraño mártir que sacrifica a su pueblo quitándole los recursos de la empresa petrolera, encareciéndole el costo de la gasolina, de los alimentos, de los pasajes; acabando con el gas popular que auxilia a los más desprotegidos, pero quiere comprárselo a Maduro, el sátrapa que tiene cautivo a un pueblo entero, y a los lejanos árabes, que son los que más petróleo sacan de las entrañas de la tierra adolorida, sin las náuseas ecológicas que atacan al presidente colombiano.

Proclama libertades en donde las hay (Colombia, Argentina, Ecuador), pero se silencia donde faltan: Venezuela, Nicaragua, Cuba… No le gusta lo que pasa en Gaza, pero ve cómodamente lo que sucede en Ucrania.

Aborrece al imperio gringo, pero ahora coquetea con el chino.

Mejor dicho, dice una cosa, pero hace otra.
Como la amenaza de cambiar de bando: pasar de nuestra histórica, sólida y conveniente alianza con Estados Unidos, a cuyo sistema acude cuando le conviene, a una con el lejano oriente chino, una cultura que no entendemos y una ideología que, en plata blanca, no debería ser la misma de Petro: contaminante, antidemocrática, esclavista y sin libertades personales.

Petro decide (no propone, no concierta, no discute, no socializa) ir hasta la China a ofrecerse como signatario de la Ruta de la Seda, uno de los proyectos más ambiciosos y estratégicos de la China Popular moderna.

Un camino de influencia económica y cultural silenciosa, confucionista, a través de la inversión en grandes proyectos financiados de infraestructura (puertos, aeropuertos, trenes, carreteras, hidroeléctricas).

Y es aquí donde viene la gran contradicción. El presidente Gustavo Petro habla de cuidar la democracia, de empoderar al pueblo, de salvar el medio ambiente.

Pero mientras tanto, quiere acercarse más a China, que es todo lo contrario: un gobierno que reprime libertades, destruye el ambiente con su modelo industrial agresivo y calla a quienes piensan distinto.

¿Cómo puede un gobierno que se dice “progresista” coquetear con uno de los regímenes más represivos del mundo? ¿No es eso un doble discurso?
Ahora bien.

Sabemos que el mundo se mueve entre dos grandes potencias que lo están jalando para lados muy distintos: Estados Unidos y China. ¿A cuál deberíamos arrimarnos más? No es una pregunta para expertos solamente: nos afecta a todos.

Nos guste o no, ya llevamos décadas funcionando con un modelo al estilo de Estados Unidos.

Democracia, libertad de prensa, libre empresa, propiedad privada, pluralismo religioso. Sí, con muchos errores y cosas por corregir, pero es un sistema donde al menos hay espacio para pensar distinto, para protestar, para emprender, para soñar. Para elegir a personas como Petro, un confrontador sempiterno de la democracia, la misma que le permite ser lo que es hoy.

China muestra rascacielos, trenes rápidos, obras faraónicas y mucha plata para prestar. Pero detrás hay un régimen autoritario, que controla todo: la información, las redes, los medios, las decisiones personales.

¿Eso es lo que queremos importar? Un sistema donde el Estado decide hasta lo que puedes decir en internet o cómo debes pensar.

Nadie está diciendo que EE.UU. sea un modelo sin fallas. Tiene muchas. Pero es un país donde hay debate, donde los gobiernos cambian, donde se puede protestar, donde millones de latinos han logrado progresar.

Además, está cerca, tenemos tratados, historia, conexiones familiares, comercio. Es un modelo que conocemos y con el que podemos seguir negociando, mejorando y adaptando a nuestra realidad.

¿Entonces qué hacemos?
No se trata de venderle el alma a nadie.

Se trata de ver con ojos abiertos cuál camino nos conviene más como país. Y la verdad, entre un modelo imperfecto pero libre, y otro que promete desarrollo a cambio de silenciar a la gente, la decisión es clara.

Colombia necesita coherencia. No podemos hablar de libertad y al mismo tiempo aplaudir a quienes la aplastan. Si el gobierno quiere que el país avance, que lo haga con principios claros.

La libertad, la vida y el futuro no se negocian… y mucho menos con quien los pisotea todos los días.