Por: GUSTAVO ÁLVAREZ GARDEAZÁBAL
Por los mismos días en que Monumento, mi gran danés, inmenso, poderoso y bien dotado, pero nunca siempre bien llorado llegó a mi casa a llenar el vacío que la venganza sembró en mi entorno y me había dejado sin perros, mi amiga Sandra Morelli, maestra en interpretar el dolor, se apareció con General y me dijo que a mi edad,(tenía entonces yo 65 años), debería hacerme a su compañía: ”Los ancianos conseguimos perros pequeños”.
No lo entendí inmediatamente porque hasta entonces había tenido perros grandes. Pero con el paso de los años he ido comprobando tal verdad de puño. Ese día llegó General y en esta casa de El Porce se instaló mi Estado Mayor. Durante más de 12 años fue mi casero faldero. Un mes después ya le había conseguido compañía. Alfredo me trajo otros dos chihuahuas taco bell. General era dorado, Almirante es blanco y negro, Mariscal blanco y amarillo.
Constituían un equipo que me cuidaba todo el día, echados al lado de donde escribo, acomodados en el sofá donde leo, achuchurrados en la cama donde duermo, disputando el calor de mi cuerpo o el mejor nicho entre mis cobijas.
Cuando he enfermado se sentaba a mi lado vigilante, mirándome como todo jefe de escuadra para que yo creyera seguramente que no estaba solo. Dominaba a los otros dos pero los ponía a ladrar con su agudo tono cuando llegaba alguien que venía a interrumpir mi tranquilidad de refunfuñón o incitaba a morder en los tobillos a la enfermera o al médico o la mucama que se aparecían junto a mi poltrona o mi lecho.
No sé cuántas cosas le consulté. Apenas gruñía cuando me oía que le hablaba o, abría en demasía sus ojos brotados tratando de hacerme saber que no estaba de acuerdo porque quien decidía era yo y no valía la pena preguntarle. Paralelo a mis achaques fue enfermando de las maluquerías de la vejez. Las escanografías y los tac mostraron lo mismo que sus perfiles lipídicos. Se le estaba creciendo el corazón pero no para morirse sino para seguir queriéndome más.
Le mantuvimos con cariño el tratamiento cardíaco ,casi igual al mío, hasta anoche cuando se apretujo entre mis piernas mientras terminaba de ver la película sobre Shakespeare y su hijo. A las 11, que él ya sabía cuando eran porque nos íbamos a dormir, se bajó de la poltrona y me miró con la tristeza del que dice adiós. No pudo subirse a la cama. Ya no tenía fuerzas. Lo acomode a mi lado para lo que sabía sería el último sueño.
Los otros dos le respetaban su nicho. A las dos y 10 minutos su ronquido final me despertó y medio minuto después había dejado de respirar. Todavía caliente lo amortaje en sus toallas y lo deposité en el cajón mortuorio que le había preparado. Estoy velando su cadáver mientras despunta el sol y saldremos a enterrarlo al lado de Monumento.
Están sonando los réquiem de Mozart y Fauré y el Gloria de Vivaldi. Rompo con esos sones el silencio de la madrugada porque tengo roto el corazón. A las seis se oirá la marcha turca de Beethoven y todos y desfilaremos en esta casa cargando su cadáver: Adiós Mi General !