Por: GUSTAVO ÁLVAREZ GARDEAZÁBAL
No hay nada más preocupante para una ciudad que terminar admitiendo su incapacidad de detener el acelere hacia la equivocación permanente. Es probable que la medición no sea objetiva y ella obedezca a experiencias personales de quien las haya vivido.
Pero aún a riesgo de ser subjetiva, y como tal de ayudar a seguirse equivocando, me resulta mejor decirlo y de una vez. Estoy asombrado con el clima de zozobra que vive la capital del Valle.
Y lo digo con dolor porque yo, que realicé mis estudios universitarios en esa ciudad, que trabajé más de una década en ella, que llegué a ser miembro del Concejo Municipal y de la Asamblea Departamental con sus votos.
Yo, que el 58% de la votación, entonces abrumadora, que obtuve hace 25 años para ser gobernador los conseguí en sus barriadas, no me puedo quedar callado ante una realidad apabullante que hace percibir a Cali como un escaparate que voltearon a la fuerza y quedó patas arriba con los cajones afuera.
No soy muy partidario de las estadísticas sobre seguridad, pero cuando uno ve las cifras de “Cali cómo vamos” en donde los poquitos que denuncian los hurtos han aumentado de 1.650 denuncias en 2005 a 24.009 en 2022, hay que admitir la gravedad de lo que pasa.
Y como cuando uno llega a Cali siente que ha entrado en una ciudad donde las normas elementales de convivencia ya no rigen, palpa hasta donde llega el cáncer que la consume. En Cali los semáforos existen, prenden y apagan y cambia de color pero cada vez menos gente los respeta.
En el estadio y en los sitios de diversión pública donde venden los puestos, cada vez se respeta menos ese derecho adquirido y la gente se apropia del asiento ajeno sin inmutarse. Y vaya proteste.
Corre el riesgo de morir en el acto, como se siente que le puede pasar si cuando queda metido en uno de los eternos trancones del irrespeto semafórico se le acercan par greñudos con cara de zombis a exigirle que deje limpiar los vidrios o que les paguen por lo que no han hecho. Y ni sigo, porque da escalofrío contarlo.