Por: GUSTAVO ÁLVAREZ GARDEAZÁBAL
Aun cuando el ser humano parece haber ingerido bebidas alcohólicas desde las épocas de Noé y su Arca, el imaginario popular ha estigmatizado siempre al que bebe en demasía y se alicora como “borracho” y de una manera u otra, usando despectiva o descriptivamente esa palabra, ha aceptado que ese estado transitorio de euforia inhabilita a quien ejerce un oficio o desempeña un cargo público y por lo tanto, le rodea de la aureola del desprecio.
Por supuesto, el grado de apreciación de cuan grande es esa incapacidad terminan midiéndolo al unísono el que bebe como el que le aguanta la borrachera. El hecho de beber en celebraciones públicas, se ha adoptado como un mal ejemplo y en más de una reglamentación de conducta de muchos gobiernos han sido sancionado los borrachos.
Empero, hay que decirlo, son muchos quienes se han desempeñado bien en sus oficios y han tomado determinaciones cuando presuntamente no están en sus cabales.
Últimamente con la llegada y el uso y abuso de la cocaína, una de cuyas utilizaciones es para mermar la borrachera del licor, se le ha dado casi que el mismo trato a quien la usa, estigmatizándolo o despreciandolo con el remoquete de ”periquero”.
Nadie ha hecho, quizás por vergüenza pública, análisis o descripciones de cuantas muecas, gestualizaciones y rostros deformados hace una persona bajo los efectos de la cocaína, pero es evidente que con poca observación se distingue quien ha usado el pase.
Muchos hombres públicos se sabe o sospecha que usan ese alucinógeno. A muy pocos han reprendido o desclasificado. Uno de ellos, el cantante Diómedes, que lo hacía en público en medio de sus conciertos, le prohibieron por tal razón volverse a presentar en Cali.
No se entonces de cual tamaño será la polémica que se presentará ahora que circula en redes el video de como el presidente Petro se pasa por sus narices una mano que le facilita su escolta risueño mientras pronuncia un discurso. Pero alboroto habrá por lo menos.