Gardeazabal

Por: GUSTAVO ÁLVAREZ GARDEAZÁBAL

La elección de Gustavo Petro como presidente de Colombia es el triunfo de la opción de cambio sin violencia que él siempre predicó desde que dejó de ser guerrillero y que le fue fácil vender por la inercia de un gobierno mentiroso y equivocado como el que hizo Duque.

Pero como ocurre a menudo en este país donde pasa de todo y al final no pasa nada, los 11 millones de votos que le dieron la victoria no son los que creyeron inicialmente en el cambio que pregonó desde cuando fue derrotado hace 4 años por Iván Duque.

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Los 11 millones que ha obtenido en franca lid son la sumatoria de los 8.5 millones que obtuvo en la sorpresiva primera vuelta y los que le pusieron los políticos tradicionales de la corriente santista del partido liberal o los enemigos de la desgastada jefatura de César Gaviria en el liberalismo.

Por supuesto, esos votos que sostienen la maquinaria de las cooperativas de contratistas que reemplazaron la verdadera esencia de los partidos políticos ni quieren ni aceptan el cambio que ilusionó al pensamiento de izquierda para cohesionarse y no seguir siendo un alacranero.

Sostener ese espíritu de cambio que ha ganado ayer será una labor muy difícil para Petro dada la mala calidad de los socios que se montaron al carro de la victoria y las rencillas siniestras que los zurdos heredaron del comunismo. Gobernar un país tan desigual y tan fácil de desilusionarse, será más verraco todavía.

Para consolidar el cambio prometido debe entonces convocarse en el menor tiempo posible una Asamblea Constituyente, que como la de Núñez en 1886, se reúna en Santa Marta o en Cartagena, no en Bogotá. Hacerla aprobar de un Congreso con las mayorías que el llamado Pacto Histórico obtuvo en marzo, es pan comido.

Es previsible empero que producir desde allí el cambio verdadero para destronar a la corrupción y reestructurar las columnas que han permitido que crezca el desequilibrio social, resulte muchísimo más difícil. Pero Petro debe intentarlo porque es solo allí, en la Constituyente, donde podrán sentarse todos a la misma mesa de la patria a sanarle las heridas, y no declarar otra maldita guerra.

Así lo deben admitir tanto la recalcitrante burguesía derrotada ayer (pero no vencida) y el feroz puritanismo izquierdoso que evade sistemáticamente la racionalidad para escoger la violencia y no el diálogo y el acuerdo.

Deberíamos mirar el futuro con esa óptica y desechar para siempre las estúpidas amenazas de desbaratar al país con que quisieron forzar la elección de ayer. Solo abandonando los métodos agresivos y asustadores podrá consolidarse el verdadero giro y evitar que salgamos a decir alegremente que votamos por el cambio pero no cambiamos.