Por: Gustavo Alvarez Gardeazabal
Hoy, hace exactamente 35 años, a las 8 y 02 minutos de la mañana de ese 1 de junio de 1988 presté juramento como el primer alcalde popular de Tuluá.
Lo hice en el minidespacho que el Juez Primero Civil, Felipe Borda, tenía en el Edificio Época. Fue una ceremonia sin discursos ni promesas. Me acompañaba tan solo “Pecueca” el guardaespaldas sin revólver de todos los alcaldes, a quien Taponcho,el mejor chuletero de Tuluá, había emperifollado de saco y corbata, y zapatos de charol ,luciendo mucho más elegante que yo,que iba de terno azul oscuro, corbata roja y el bastón de Gertrúdiz Potes en mi antebrazo.
Salimos de allí, sin atafagos ni aplausos y los dos llegamos hasta la alcaldía, a recibír un municipio en donde el suministro de agua potable se suspendía a las 11 de la mañana, la basura se recogía en carretillas de mano o de caballo para botar en un hueco camino al aeropuerto, donde se le echaba candela todas las noches. Los teléfonos eran electromecánicos pero en las bodegas de un puerto japonés estaba la planta digital esperando quien consiguiera un papel para traerlo.
El espíritu cívico que en 1920 levantó a Tuluá de villorrio en ciudad se había perdido. Pero todo, con entusiasmo, con imaginación y convencido que podía demostrar que sí era posible gobernar sin robar, lo pude sacar adelante en menos de dos años. Me conmueve todavía pasearme por sus calles y que los mayores de 45 años me reconozcan y traten de contarme su historia de como vivieron mis alcaldías.
No se pudo conseguir solución a otros muchos problemas porque el presupuesto era menguado, pero con totuma en mano recogíamos para entre todos pavimentar calles, reparar carreteras y levantar festejos.
Dos años después salí aplaudido por una manifestación que llenó el parque Boyacá a coger un taxi porque mi camperito azul me lo habían robado meses atrás, en las ñatas de la Policía, de la puerta de mi casa donde lo tenía parqueado.