Por: Gustavo Álvarez Gardeazábal

El pasado puente festivo del 11 de noviembre me hizo sentir más viejo y añoso de lo que físicamente estoy. Tal vez se me arrugó el sentimiento y me confronto con esa realidad que solo los ancianos percibimos. Son muchas las personas, las cosas y las costumbres con quienes hicimos nuestra vida que ya no existen.

Cuántos seres queridos, y aún los no queridos,que nos acompañaron a vivir ya están muertos. Cuántos carros, cuántos muebles, cuántos perros y gatos que nos hicieron compañía en la vida diaria, son apenas un recuerdo vago. Cuántas cosas hemos dejado de hacer, pese a haberlas repetido tantas veces y por tantos años.

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Algunas porque pasaron de moda. Otras porque la modernidad las atropelló y quedaron a la vera del camino. Pero hay algunas costumbres que no se podrán olvidar, pese a lo inútiles o ridículas que aparecerían hoy en día frente a el trastocamiento de valores y creencias que hemos soportado en estos últimos 80 años.

Y este 11 de noviembre añore lo que para varias generaciones de colombianos resultó ser, año tras año, el reinado nacional de belleza de Cartagena. El país entero vibraba aplaudiendo, vaticinando o comparando las reinas que cada departamento enviaba al concurso que organizaba Doña Tera y después su hijo Raymundo.

Era un certamen de todos y para todos, así terminara siendo algo tan fútil pero al mismo tiempo tan sensiblero. Como alcalde y como gobernador, me tocó hacer parte de la comitiva de más de una reina de mi tierra que acompañaba a la candidata en el jolgorio.

Aprendimos tanto de esas experiencias y oímos e imaginamos tanto del evento que cuando saqué mi novela COMANDANTE PARAÍSO creí que más de uno de los capos de la droga que se metieron a patrocinar reinas en Cartagena, se iba a sentir retratado. Pero todo eso acabó y en ningún medio, en ningún trino, en parte alguna, hubo este año ni un réquiem por lo que tanto significaba ese evento. Es la vida.