Gardeazabal

En un acto miserable, solo explicable, pero no entendible, un grupo de colombianos le pegaron candela a la casona museo del leprocomio de Contratación, en Santander. Creían ellos, ignorantemente azuzados por el misterio que renació con el covid, que la lepra todavía se contagia con las cosas y que la peste podría volver a renacer sino la quemaban.

Fueron tales las historias de la lepra que nos inculcaron desde la eternidad del ser humano hasta la segunda mitad del siglo 20 que apenas acepto que haya compatriotas tan escasos de seso. Las leyendas de la lepra se pasearon por las páginas de la Biblia y por las tradiciones romanas que el mundo medioeval iba a ajustar.

Fue de tal extremo el pánico, la persecución y el tratamiento discriminatorio que dieron todas las sociedades a quien sufriera lepra, que la literatura y la tradición popular quedaron llenas de ese repudio mayúsculo. Como hace 70 años la humanidad se fue olvidando de los leprosos porque encontraron los medicamentos dapsona y rifampicina, también dejaron de ser leprocomios en Colombia los dos pueblos que fueron declarados como tales y sirvieron para aislar a las personas que sufrían el llamado mal de Hansen: Agua de Dios en Cundinamarca y Contratación en Santander.Allí residió la imagen del extremo marginamiento, las injusticias y las atrocidades contra los leprosos. Oír de niño sus leyendas era peor que terrible.

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Las monedas que circulaban en esos pueblos no eran las monedas del resto del país. Las prevenciones y escrúpulos, las verjas y cercados para que nadie entrara ni saliera. Las angustias y las tragedias que los enfermos de lepra contaban de la vida en aquellos dos sitios de la geografía podrían llenar muchísimas páginas de los libros que alcanzaron a escribirse.

Yo oí de la boca de Sylvia, la sobrina de mi abuelo, sus versiones dolorosas en el Tuluá de mi infancia sobre Agua de Dios, sobre el retén que había a la entrada para controlar a sus habitantes y las dificultades para conseguir permiso que permitiera ingresar a visitar un pariente.

Como yo estudiaba donde los salesianos, quienes cuidaban de los dos leprocomios, el mito lo crecían diariamente en mi mente y cuando recién se levantó el veto ,la vida me permitió conocer al inolvidable holandés Paul Van Hassel, que trabajaba en una misión internacional en los leprocomios y allá fui a dar a conocer Agua de Dios a comienzos de la década del 70.

Ya el cerco estaba levantado, las monedas eran las del resto del país pero la marca de las heridas no cicatrizadas en los codos, las narices, las puntas de los dedos o las llagas en las piernas, todavía eran visibles. Mucho más notorio era la huella psicológica y social, que me detallaron en la casa donde vivió refugiado y murió el más grande músico de comienzos del siglo pasado en Colombia, el maestro Luis A Calvo.

Todo ello ha venido a mi memoria cuando viendo arder en la tv la casona del leprocomio de Contratación entendí que en este país hay quienes no entienden todavía.