Apareció el notario puntual a su cita. Con el rigor y la seriedad que la situación requería se redactó el testamento. Papá se sintió aliviado al cerciorarse que mamá podría seguir adelante y las deudas no la perseguirían.

Comenzaron las despedidas de los más allegados. Las más jóvenes, sus tres nietas. ¿Qué pasaría por la mente de unas niñas de apenas catorce años, las mellizas y veinte la mayor ante tal situación? Resultaba extraño para los adultos, cómo no iba a redundar en ellas, cuanto menos, les debía resultar paradójico.

Las mellizas al unísono evocaron el maravilloso regalo de un cumpleaños. El “Avi” y la “Iaia” se las llevaron de compras. Fueron a un gran almacén y una vez sobrepasados los detectores de la entrada, corrieron despavoridas cada una por un lado cargando prendas de ropa, hasta el punto de que apenas se veían sus cuerpecitos entre tantas telas. Emocionadas y exaltadas, les dijeron:

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—Nos lo probamos todo, todo, y nos quedamos lo que nos quede bien.
Entre carcajadas de complicidad, los abuelos asintieron.
—“Avi”— dijeron las mellizas, ¿te acuerdas cuándo vivíais en Sevilla?

Las mellizas tuvieron una mala experiencia con un perro cuando eran poco más que bebés, el temor que sentían ante ellos les provocaba una sensación de asfixia incontrolable. Papá les enseñó con paciencia y cariño, que los canes también tenían sentimientos y lo expresaban en su rostro. Les enseñó a observarlos para entender que querían decirles; llevadas por la curiosidad iniciaron un estudio de las diferentes expresiones de “Duc”, así se llamaba el perro. También les explicó que necesitaban amor y cariño, como cualquier ser humano y que adoraban las caricias.

Pacientemente, papá las observaba hasta que aparecieron una tarde dormidas sobre el lomo de “Duc”. Feliz, sonrió ante la escena, con un movimiento de aprobación y alzando el dedo pulgar, las arropó.

Papá las acariciaba con la punta de sus dedos y les dijo —os echaré mucho de menos, pero os vigilaré más que nunca a partir de ahora desde el cielo.

La primogénita, sucumbía a la narración y se atrevió, en su timidez, a rememorar también sus paseos con él y con “Duc” al anochecer, cuando todavía vivían en Tarragona y ella los acompañaba en su descapotable de batería. Conduciendo su vehículo con desparpajo y prudencia llegaban a lo más alto de la montaña, se estiraban en la cima y juntos contemplaban las estrellas.

Cuando sus cuerpos se saciaban de la energía que allí recibían, regresaban a casa y pasaban horas y horas charloteando sobre Historia de la humanidad. Mi padre sonreía con dificultad, el nudo en la garganta y el temblor de sus labios, intentando sostener las lágrimas, dio paso a una preciosa foto de sus manos unidas por última vez. Continuará.