Preparé mi maleta y conduje hasta Pineda de Mar, un pueblo cercano a Barcelona, en el Maresme, junto al mar. El viaje pasó fugaz, por más que intento recordar…, nunca sabré a ciencia cierta cómo llegué hasta allí, alguien o algo debió guiar mis pasos.

Debía recomponerme antes de entrar. Inspira y expira profundo tres veces Irene, dicen que ayuda a disminuir la sensación de dolor. «Debe tratarse de otro tipo de dolor». Mis piernas y el bastón, mis fieles compañeros me sostienen con dificultad. Inspiró profundo de nuevo, consigo erguirme y dejo de temblar.

Un fuerte olor a ozono salió disparado hacia el exterior en el momento de abrir la puerta. No se percibía el silencio, ni se escuchaban lamentos. Tan solo, el sonsonete de un concentrador de oxígeno comprimiendo el aire, a modo de ventilación artificial, se escuchaba al fondo del salón. Papá estaba allí sentado en su sillón, ese que compraron para que sus huesos yacieran más plácidamente y pudiese descansar.

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—Hola papaíto— le dije en tono amoroso; no hubo respuesta, la máscara cubría su cara casi al completo y apenas tenía fuerzas para gesticular.

Me acerqué a él, deslicé mis brazos con suavidad a través de su espalda, mi pecho contra su pecho, en un abrazo que contenía el alfabeto al completo, un abrazo de los que no quieres terminar; un abrazo suave, pero fuerte de alma.

En lo que permanecieron nuestros cuerpos abrazados, acudieron a mí recuerdos de antaño. Traslade por un momento ese abrazo y lo llevé a esos tiempos en que tanto los añore. Pero no era momento de reproches, ni de justificaciones. Solo cabía el amor, la comprensión, la pena contenida y ese sabor amargo a pérdida inminente.

Una respiración angustiosa le acompañaba. Sus pulmones se escuchaban sibilantes. Su pecho se movía siguiendo un ritmo forzado, impulsado por las máquinas que se habían convertido en socios de batalla, y a las que se aferraba como única vía para seguir aquí un poco más. Se percibía el quejido de su corazón, un corazón fuerte y robusto antaño; ahora debilitado y doliente.

La remembranza regresó con las anécdotas de juventud que nos contaba orgulloso, y quedé absorta por unos instantes de nuevo. Esos años en los que su respiración era alta en calidad y cantidad, como para hacer sonar a diario el cornetín de órdenes en el servicio militar. Batallón y llamada, a paso ligero, fajina, marcha, retreta… al son de diana, desperté de mis ensoñaciones y volví a la realidad. Contemplé sus ojos entreabiertos, fatigados, unos ojos que apenas dejaban al descubierto sus pupilas completamente dilatadas por la falta de oxígeno.

​ Continuará…