Conversaciones unívocas, con una misma respuesta.

—¿Pero Gabriel que estás diciendo?, este tipo de bromas no se hacen por teléfono
—No es una broma, es muy serio, tengo la suerte de haber podido elegir el día de mi marcha y siento la necesidad de despedirme personalmente de vosotros, ¡permitídmelo, por favor!

La imagen, se asemejaba a la proyección de una película y paseaba macabra ante nuestros ojos, irreal, ilusoria, confusa. Despertaba en nosotras el más terrorífico argumento de una cinta, nunca antes estrenada.

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Al finalizar las llamadas irrumpí sigilosa en el salón, miré a los que allí se encontraban y juntando mis manos a la vez que las apoyaba sobre mi mejilla, cerré los ojos en un aviso detonante de que empezaba a anochecer y necesitábamos descansar.

La oscuridad penetraba con delicadeza en el salón, y con ella, la necesidad y la esperanza de que ese vacío aún tangible, no se desvaneciera.

Mamá se estiró en su cama, el agotamiento se palpaba en cada centímetro de su piel. Papá no podía acompañarla, la cama articulada no llegó a tiempo y debía dormir semi-incorporado en su sillón.

La noche transcurrió en silencio, sin descanso, solo perturbado por algún pequeño lamento y el sonido de los dispositivos. Mi hermana Bella y yo, nos cogimos de la mano entre lágrimas silenciosas y pedimos que papá pudiese partir en paz. Pasamos la primera noche mirando un cielo estrellado que pareciese brillar más que nunca. A pesar del frío de la noche, nos mantuvimos fuera, nos arropamos juntando nuestros cuerpos, reconfortándonos.

30 de enero de 2020, jueves
Familia y amigos

Amaneció, y con el nuevo día las horas parecían segundos, volaban y se desvanecían a su antojo. Faltaban menos de tres días para que entrara en un sueño programado y profundo que lo alejaría del dolor, del sufrimiento de tantos años y que lo mantendría en ese estado hasta que su cuerpo se rindiese.

La familia más directa fue llegando con tristeza contenida, con signos de dolor aparente, con sonrisas forzadas, ante un escenario cuanto menos singular. Nuestra otra hermana, Adna, también llegó, la pusimos al día. El estado de papá, el agotamiento y la desesperación de mamá, el último parte médico…

Sus circunstancias laborales no le permitían tanta libertad de movimiento como a Bella y a mí. Su reacción, aunque firme y serena, sentí que la resquebrajaba por dentro.

Adna, guarda siempre sus tristezas para sí, bajo llave en su corazón, pero traspasaban su piel y se percibían en forma de latido fuera de ritmo.

Tocaba asignar tareas y distribuir el tiempo y los cuidados de papá y mamá antes de que comenzasen a llegar los demás familiares y amigos. Bella, se ocupaba de la medicación y los cuidados de papá; una tarea que ya desarrollaba tanto en casa como en el hospital desde mucho tiempo atrás. Su particular destreza entre enfermos y medicamentos era digna de admirar, algo innato en ella. Más de 30 años trabajando en un hospital, dan para mucho.

Yo me ocupaba de la comida y la cocina, aprendí de muy jovencita a cocinar y se me da bien, ¿quién mejor que yo para ocupar ese puesto? La responsabilidad que tuve que asumir siendo todavía muy niña, me ayudó en esos momentos y fluyó mi agudeza culinaria.

Todavía quedaban en mi mente retazos de las recetas de mi abuela, que anotaba en papeles emborronados, marchitos y mustios por las lágrimas que se impregnaban en ellos en aquella época.  Continuará…