Rosalee Watson de Pomare ha hecho de la tejeduría un arte que une tradición y biodiversidad en el archipiélago de San Andrés. Su trabajo con fibras nativas, como el wild pine y el grass bone, le ha permitido consolidarse como una de las principales exponentes de la cestería en Colombia.

Por Melissa Betancour

En una terraza de San Andrés, Rosalee Watson de Pomare se dedica cada día a un oficio que ha tejido tanto su vida como su comunidad. Con más de tres décadas de experiencia, esta tejedora raizal ha transformado el arte de la cestería al trabajar con fibras nativas recolectadas a mano, como el wild pine y el grass bone, que combinan sostenibilidad y patrimonio cultural.

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Los turistas, fascinados por su habilidad, suelen detenerse frente a su casa para admirar su labor. La pregunta que más le hacen es: ¿cómo empezó a tejer? Sin embargo, su vínculo con la tejeduría no nació de inmediato. Fue en 1992 cuando una amiga, Myrtha Jay, la motivó a asistir a un taller impartido por Artesanías de Colombia. Aunque al principio no le entusiasmaba la idea, la persistencia y su determinación la llevaron a dominar la técnica del tejido en rollo. “El nudo que más me costó fue la punta de un cuadrado. Pero un día dije: ‘Tú no vas a poder conmigo’. Desde entonces, no he parado de tejer”, relata con orgullo.

Ese mismo año, la llegada de Gioconda Cajiao, instructora de Artesanías de Colombia, marcó un antes y un después en su trayectoria. Cajiao le enseñó a trabajar con dos fibras autóctonas: el wild pine y el grass bone, que desde entonces se convirtieron en el alma de sus piezas artesanales.

Un tejido que conecta la naturaleza con la cultura

Cada canasto de Rosalee cuenta una historia que une la biodiversidad de San Andrés con la tradición artesanal. El wild pine, utilizado en las capas externas de sus obras, es una fibra vegetal de hojas largas y espinosas perteneciente a la familia de las bromeliáceas. Rosalee recolecta esta planta en el patio de un vecino, enfrentándose al arduo proceso de preparación que incluye el corte, limpieza y secado de las hojas para obtener un hilo resistente. “Es un trabajo duro; recogerlo me hace arder las manos por horas”, comenta.

El grass bone, por otro lado, constituye la estructura interna de sus tejidos. Proveniente de los pantanos, esta fibra se extrae a mano y debe trabajarse rápidamente para evitar que se seque y pierda su flexibilidad. Rosalee confiesa que conseguir un proveedor confiable es un desafío, pero gracias a contactos locales ha logrado mantener un suministro constante.

Sostenibilidad y retos en la tejeduría

A pesar de la abundancia de fibras en San Andrés, el acceso a tintes sigue siendo un obstáculo. Las opciones se dividen entre tintes sintéticos, difíciles de conseguir en la isla, y métodos tradicionales que utilizan plantas locales, como la uva playera y la corteza del caimito. “Los tintes me dan problemas, pero sigo buscando soluciones”, explica Rosalee.

El uso de fibras nativas no solo aporta un valor cultural a sus piezas, sino que también ofrece una alternativa sostenible para las tejedoras del archipiélago, quienes han integrado este enfoque en su práctica desde los años 90.

Tejiendo futuro en San Andrés

Además de ser una maestra del tejido, Rosalee ha asumido el rol de formadora cultural. Actualmente, enseña a 15 estudiantes en la Casa de la Cultura, incluida una niña, y ha capacitado a madres cabeza de familia en diferentes instituciones, como el SENA. “No quiero que esta tradición muera. Si alguien quiere aprender, estoy feliz de enseñar”, asegura.

Su dedicación ha contribuido al desarrollo de la economía local, brindando a muchas familias una fuente adicional de ingresos. “El tejido me ha traído muchas cosas buenas”, reflexiona mientras muestra un canasto que ganó un premio en Medellín.

Para Rosalee, el arte de tejer es más que un oficio; es una pasión que refleja la esencia cultural de San Andrés. “Tejer se convirtió en mi vicio”, concluye, dejando claro que su labor no solo construye objetos, sino que fortalece el tejido cultural del archipiélago.