GABRIEL JEREMIAS

Todos en parte nos prostituimos alguna vez en la vida, solo que cada uno de nosotros elegimos distintas partes que vender. Algunos el tiempo, otros el orgullo, claro que nuestro talento e intelecto también. Vendemos una imagen y somos un producto en este mundo de consumo sin escrúpulos. Cuando asistimos a una entrevista de trabajo, por ejemplo, intentamos mostrar nuestra mejor apariencia y damos a conocer todas nuestras virtudes escondiendo bajo la alfombra, nuestros defectos y debilidades. Nos estamos vendiendo, prostituyendo.

La profesión de prostituta al igual que cualquier otra se trata de cumplir una labor a cambio de una remuneración económica, para nada distinto a una maestra, un escritor o un médico, todos en esencia son iguales, pero la manera vulgar e hiriente de llamar a alguien por “puta” como signo de desprecio. Deja en evidencia a una sociedad peyorativamente moralista y confundida.
Hasta podría existir un planteamiento morboso en el rol de juzgar, objetando que la prostituta disfruta de su trabajo (cosa que no debería), como si eso inyectara más dolor al ego de estos genios de los valores, nada más alejado de la realidad. En la mayoría de los casos la mujer es obligada a trabajar en la llamada “Trata de blancas” o “Red de trata” donde la privan de su libertad y someten a una vida de intoxicación constante y sometimiento.

Algunas con un poco más de suerte, solo tienen esa herramienta para satisfacer las adicciones, que calman por un ratito el dolor de una vida tortuosa, cual circulo vicioso del cual es imposible salir sin ayuda, otros sostienen que, por su condición social y económica, se ven obligadas a hacerlo como salida para poder subsistir, tal y cual lo hacemos todos, trabajar para comer. Muchos se escandalizan por ver una trabajadora en la esquina, pero pocos se fijan en el policía que las obliga a vender falopa para dejarlas laburar. Siempre esa doble moral, selectiva al momento de juzgar.

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Si bien al momento se consiguieron unos pocos avances en el marco de derechos, es tiempo de reconocer a las trabajadoras sexuales, y regular el empleo con sus respectivos derechos y obligaciones, dando plena libertad a quienes quieran y deseen hacerlo, puedan desarrollarse en un marco seguro y legal para salir definitivamente de la clandestinidad. Seguir negando la existencia de la “Profesión más antigua del mundo” es contribuir con la ilegalidad que tantas vidas se ha cobrado a lo largo de la historia.