Los seres humanos estamos tan obsesionados con nosotros mismos que descartamos lo trascendente.
En la columna anterior les comenté cómo la indiferencia –generada por la normalización de conductas y la relativización de la moral- conlleva a la vulgarización del ser “justo socialmente” o “aliado” de una determinada causa. Sin embargo, necesitamos reconocer que la base de este fenómeno social es el errado culto del “YO”.

Nos convertimos en “nuestro propio Dios”, en aquella única fuerza capaz de solucionar nuestros problemas. La terquedad es nuestra ley y el pedir ayuda nuestra más grande pérdida. Es parte de la farándula la comercialización del narcisismo como la visión manipulada del “sano amor” hacia uno mismo.

Se idealiza tanto esta falsa definición de “amor propio” que creemos somos infalibles. Comprar esta mentira sólo ha establecido una “ética individualista” (según Jordan Peterson), en la que se rechaza cualquier desafío que inhiba nuestra comodidad o supuesto “amor propio”. Lo cierto es que no hay nada en el desarrollo de nuestra vida que no requiera de sacrificio personal, de una inversión propia y decidida.

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“¡Sálvate a ti mismo!” es una perspectiva que la mayoría de las teorías contemporáneas proponen. Allie Beth Stuckey, escritora, ejemplificó esta cuestión en la teoría crítica racial. Debido a que esta en sus postulados no sólo genera en la persona negra un desprecio automático hacia la persona blanca, sino que también circunscribe a la persona que sigue a la teoría a un esquema binario (opresor – oprimido) insuperable. La tóxica narrativa del “ellos vs. nosotros” y la frustración del eterno victimismo que estas teorías producen te enseñan a odiar a los demás y a ti mismo.

No se trata de banalmente “amarnos” más, ni tampoco de descartar el tener un saludable y necesario aprecio por sí mismo. Se trata de direccionar ese amor hacia lo trascendente, hacia aquello que en nombre de nuestra consideración personal no justifique lo inmoral de nuestro actuar o acompleje erróneamente nuestra imperfección como seres humanos, hacia el único amor que en el reconocimiento de nuestras debilidades nos enseña a ser comprensivos y empáticos con los demás.

Con esta reflexión no puedo evitar citar la reflexión que hizo el Papa Francisco: “Salvarse a sí mismo, cuidarse a sí mismo, pensar en sí mismo; no en los demás, sino solamente en la propia salud, en el propio éxito, en los propios intereses; en el tener, en el poder y en la apariencia. Sálvate a ti mismo: es el estribillo de la humanidad que ha crucificado al Señor.” En realidad, “¡Sálvate a ti mismo!”: Es el estribillo que en la constante repetición ha separado y separa a nuestra sociedad. Mejor digamos: ¡Sálvate a ti mismo y ayuda a alguien más a salvarse!