Recientemente publiqué en mis redes virtuales lo siguiente:
¡Hola!
Soy politólogo. En estas circunstancias, soy totalmente inútil. En otras, también. Así que, para ayudar a sobrellevar el temporal, les daré mis mejores recetas para hacer con tomates. Ya estoy pelando el ajo. Gracias.
Como suele suceder en estás redes, la rapidez prima sobre el pensamiento. Mi mensaje obedece y replica algo que nos vienen insistiendo desde muy niños, desde el colegio en mi caso, que las humanidades no sirven para nada práctico y que la gente debería no dedicarle tanto tiempo a estas cosas, que lo único que hacen es especular y fantasear sobre mundos imposibles.
Déjenme decirles, que hoy más que nunca, nos urge replantear el lugar y el papel que le damos a las humanidades en la sociedad y en nuestro sistema educativo. Esto no es nuevo, ni se me ocurrió a mí. Martha Nussbaum lleva varios años advirtiéndonos sobre esto. Nos dice la autora que son las humanidades las encargadas de crear, enseñar y promover sentimientos y emociones que son fundamentales para el desarrollo de la sociedad.
En general, dado el tipo de desarrollo al que le hemos apostado y la educación que hemos recibido, tenemos una sociedad hiperindividualista, de seres aislados y solos. Premiamos a quienes se preocupan solo de ellos y condenamos a quienes le apuestan a lo contrario. Estos últimos, una especie en extinción, suele llamárseles soñadores, en el sentido que viven en las nubes, en un mundo que no existe o personas carentes de ambición, lo que es visto como algo malo. Pero ¿a dónde nos está llevando la ambición?
Así, nos cuesta cada vez más, tener grupos humanos capaces de apostarle a proyectos comunes, seres empáticos y simpáticos. Personas capaces de participar en objetivos colectivos, de ponerse en el lugar de los otros, de sentir el dolor ajeno y transformar eso en acciones solidarias.
Jóvenes saliendo de rumba, porque a ellos el virus Covid-19 no los va a matar, es reflejo de lo que les hemos enseñado. Nos la pasamos diciendo que el éxito depende solo de ellos. Que si no se ocupan de sí mismos, nadie más lo hará. Que la vida es solo una, tienen que aprovecharla al máximo y vivir rápido.
¿Qué querían? ¿Qué salieran ahora a hacer lo que nadie les ha enseñado? El amor y la compasión se enseñan y de cómo se enseñen dependerán las actitudes de las personas y la sociedad que resulte de los comportamientos generados por estás actitudes.
Esta crisis nos está mostrando que: no se trata solo de un tema de salud pública, financiero o económico, es sobre todo, una crisis de la humanidad, de lo humano, del mundo que hemos construido. Como primera medida deberíamos replantearnos que educación estamos dando y para qué estamos educando. El fin no debe ser producir seres exitosos, muy buenos para solo mirarse a sí mismo. Debemos enfocarnos en una educación de seres reflexivos, que fomente emociones que le apueste a un proyecto político colectivo democrático, respetuoso de la diferencia y la diversidad. En fin una sociedad capaz de amar al prójimo.