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Amo ser maestro, lo tengo todo, es mi vocación

 

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Hace cerca de 22 años inicié mi praxis de maestro, tenia una idea muy diferente. En la facultad de educación me hablaban de un deber ser, que hizo que en mí se formará una idea demasiada ingenua del quehacer del maestro. Pensaba que la voz del docente tenia en sí misma una autoridad y que solo bastaba pronunciarse para cautivar a los estudiantes y ampliar su deseo de aprender. Creía que todo funcionaba según uno lo planeaba. Que había una perfecta relación entre el ideal de escuela, de clase, de estudiante, de directivos y la realidad con la que me enfrentaría. Había en mi una ingenuidad en creer que solo bastaba el deseo. En ese momento nunca me hablaron de conflicto, incluso algunos compañeros de clase hablaban de sus experiencias, narraban cosas tan maravillosas, los veía como héroes y un prejuicio se instaló en mi mente: los problemas siempre eran de los profesores anticuados y   retrógrados. Afortunadamente, mis compañeros héroes ya habían superado con sus ingeniosas ideas a estos “anticuados maestros”. Experiencias a las que nuestros profesores en la licenciatura siempre indicaban que la educación tradicional era un problema al que teníamos que vencer con propuestas vanguardistas, revolucionarias. Quería ir, entonces, a los salones de clases para aplicar todas las teorías pedagógicas que había aprendido. Imaginariamente me puse la capa de superhéroe pedagógico.

Bastaron unas pocas horas, semanas para que mi imaginario de ser maestro se derrumbara. No puedo negar que los primeros meses fue una experiencia de choque conmigo mismo. Nada de lo que había planeado, lo pude concretar. Primeramente, porque el colegio donde inicié, no tenia las condiciones, ni los espacios para desarrollar un ejercicio pedagógico como me habían indicado en la universidad. Los videos, imágenes y estrategias presentados por los profesores en la universidad correspondían a realidades sociales completamente diferentes al lugar donde iniciaba mi práctica. Me derrumbé. La comodidad y el estatus que pensé que tendría nunca apareció. Esa imagen del profesor al que todo le sale bien nunca existió. Fue una experiencia dura, pero bonita y con los estudiantes hubo empatía, cercanía y respeto. Sin embargo, no puedo negar que en esas primeras experiencias estuvieron presentes prácticas autoritarias, rígidas y temerarias. Incluso me he preguntado que tanto era respeto y que tanto era miedo que los estudiantes me tenían.  De esta época hay personas que se quedaron en la mente y el corazón, algunos son colegas, espero que, si soy referencia, sea para darse cuenta cuales son los errores que no se pueden cometer. En esta época descubrí una de las situaciones más dolorosas a las que me haya podido enfrentar y es que la educación en muchos campos es una mercancía que solo unos pocos pueden adquirir. Sumado a esto una experiencia dolorosa era ver como el concubinato entre corrupción política y empresas educativas (no creo que se merezcan el nombre de colegios) juegan con los sueños de niños, niñas, adolescentes y jóvenes e impiden una educación digna en especial con las comunidades más vulnerable social y económicamente. Esta época fue una deconstrucción constante y permanente, de aprendizajes muy dolorosos, porque nada de aquello que en la universidad me dijeron que iba a ser mi ejercicio de maestro, se ajustaba a la realidad que estaba viviendo. Confrontaba mi saber y me cuestionaba fuertemente. Buscaba las falencias en las teorías, volvía a los clásicos de la pedagogía tratando de encontrar de nuevos esos ideales. Incluso, me dejé contagiar por momentos de discursos peyorativos contra la escuela, la educación, los estudiantes y los maestros.

Con el tiempo descubrí que el problema no era de saber la teoría, sino de comprender la realidad. Que el problema era el deseo de un mundo educativo perfecto, olvidando que la razón de la educación se encuentra en la dinámica conflictiva de la existencia. Descubrí que hay que mirar la realidad con otros ojos, desde otras perspectivas y desde nuevos lugares de enunciación. Fueron muchas situaciones que experimenté. Muchas personas con las que compartí, de las que aprendí. A través del tiempo pude caminar en diferentes instituciones con personas maravillosas y en cada una fui descubriendo el sentido del pedagogo, es decir el proceso de un caminar, que abre caminos. Descubrí que es en los escenarios de mayor necesidad, conflicto y dificultad donde debe aparecer el carácter y el ser de maestro. La escuela no puede ser neutra ante la injusticia y la desesperanza. La escuela no puede sentirse cómoda y tranquila en una sociedad que juega con el hambre, los sueños y la esperanza de las comunidades. Todo este proceso ha sido un camino pedagógico, espiritual, ético y político. Hoy sigo descubriendo que estoy donde debo estar en la escuela que se hace calle, casa, barrio, vereda, una escuela con rostro, con nombre, con sentimientos. Una escuela que ama, que lucha, que resiste y se transforma. Una escuela a la recurro diariamente con actitud de discípulo porque aún tengo mucho por aprender.

No, no es una tarea fácil. No hablo románticamente. Hablo desde la esperanza. Desde la terca esperanza que se hace liberadora, que se hace transformación. Cada día soy consciente de mis debilidades, me encuentro con más tropiezos, con más dificultades, por eso me exijo y me preparo rigurosamente. Aprendí que mis cursos, mis clases, mis diálogos requieren una profunda y exigente preparación, pero que esta no es un libreto, ni un telepronter, sino que es un espacio siempre dispuesto al análisis crítico, abierto, democrático, propositivo y humano. Es decir, que la escuela requiere rigor, critica y profundidad argumentativa para superar la violencia. Aprendí de un maestro espiritual que “la educación de los pobres, no puede ser una pobre educación”. Esto ha marcado significativamente mi quehacer como una responsabilidad ética y política con mis estudiantes. La educación, por lo tanto, no puede ser una mercancía que se negocia, porque estaríamos negociando e instrumentalizando la vida de personas, comunidades y pueblos.

 Aprendí a ser maestro en la escuela, fui alumno de mis alumnos, de mis compañeros de camino. El aula de clase me transformó y allí comprendí que mi aula es el mundo, que mi quehacer pedagógico no se reduce a un lugar, sino que es un espacio donde se gesta la esperanza, el amor, la lucha, la resistencia y el conocimiento. Aprendí que en la praxis pedagógica no se puede ser fiel a un único modelo pedagógico, sino que cada realidad, circunstancia implica un dialogo integral con diferentes modelos donde prevalece la creatividad y el compromiso de cada maestro y cada maestra. La educación implica estar abiertos a leer en los contextos las necesidades y desde allí adaptar las estrategias, las didácticas y las maneras de interactuar con las personas, las comunidades y el conocimiento.   Desde hace cinco años, he sido llamado a servir en el ámbito directivo. Un nuevo campo de batalla, de aprendizaje, de transformación. Aprender a ser maestro desde la perspectiva de una coordinación exige nuevas comprensiones, es aprender a llevar la escuela en la mente y el corazón. Se aprende a sentir, vibrar con cada propuesta, cada proyecto y cada iniciativa; es aprender a leer el mundo en la sonrisa de los niños y niñas de prescolar, a comprenderlo en las rebeldías de los adolescentes y en las almas enamoradas de los jóvenes. En cada gesto de los estudiantes subyace la esperanza de un mundo mejor, y qué espacio más propicio que la escuela para acompañarlos a construir y hacer realidad sus sueños.

Hoy después de 22 años reflexiono sobre mi practica pedagógica. Me evalúo. Me pregunto si soy digno de ser llamado maestro. No lo sé. Pero de algo estoy seguro, amo ser maestro y aunque pude escoger dedicarme a otras profesiones, oficios muy loables y maravillosos, descubro que solo en la educación encuentro realización. Soy un apasionado con mi ser y quehacer pedagógico. En la educación lo encontré todo, porque aprendí a ver el rostro de Dios en el rostro inocente de los niños y la sonrisa de los jóvenes. He oído la voz de Dios en las comunidades educativas y he sentido su llamado a no renunciar a esa vocación de construir un mundo mejor. No puedo negar que por momentos me he sentido superado en mis fuerzas. Incluso la pandemia me ha hecho sentir que me falta mucho para responder al desafío social y pedagógico que implica la educación. Admiro, las iniciativas que muchos maestros y maestras han desarrollado en este tiempo, y en estas iniciativas creativas, innovadoras, novedosas, alegres descubro el mansaje de amor de Dios a la humanidad. Creo que Dios se ha escondido en el corazón de los maestros y maestras para que los niños se sientan amados, llenos de esperanza y encuentren siempre una palabra alegre que invita seguir adelante.

Por mi parte, aquí estoy compartiendo con mis lectores esta experiencia de vida, no creo que sea un modelo para seguir, no pretende serlo. Tan solo es una invitación construir colectivamente. A comprender que estamos ante uno de los desafíos más importante en las últimas décadas: transformar la educación. Es hora asumamos la reflexión pedagógica, que la voz del maestro que está en el aula sea escuchada con el valor epistemológico que nace de la experiencia. Esa voz que transforma la historia. Esa voz llena de esperanza, que salva vidas, que salva la humanidad. No es momento de desfallecer ante la dificultad, sino que debe ser aliciente para fortalecer el carácter pedagógico del maestro y la maestra que construyen una nueva historia. Esta pandemia debe llevarnos a un cambio civilizatorio y esta debe ser gestada desde la mente y el corazón del maestro que une sus manos con la de sus alumnos y se hace comunidad, se hace humanidad.

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