Por: Willian Fredy Palta

La universidad tiene como misión central la formación de seres humanos críticos, responsables y comprometidos con las realidades sociales, por esta razón prepara profesionales en distintas áreas para ofrecer alternativas a la compleja realidad de la sociedad. La educación en general, y en especial la universidad debe propiciar la reflexión sobre los sentidos de vida, a esto los griegos lo denominaban “ocio”, que ofrecía una formación ética y política consecuente con la práctica del arte o la gimnasia. Sin embargo, esta idea educativa se ha ido desdibujando a lo largo de la historia y este ocio, ha sido negado -“nego” en latín-, por las dinámicas administrativas y comerciales. Es decir, que la universidad hoy se ha preocupado más por ser un neg-ocio, atrapada en las dinámicas mercantiles e instrumentalizada por la industria. Se ha estructurado, entonces, la educación como servicio, como un bien de consumo que se ofrece al mercado para satisfacer las necesidades del cliente. En ocasiones no son las necesidades de la sociedad, sino del mercado laboral, de la empresa y la economía capitalista, convirtiéndose en una productora de profesionales en serie, donde la lógica es que no se piense, sino que produzca.

Como las universidades han quedado atrapadas bajo la lógica mercantilista, van perdiendo su sentido y responsabilidad social. La docencia, la investigación y la proyección social que son sus fines sustantivos se ven desplazados por los resultados económicos. Convirtiendo al académico en una máquina productora de resultados. Las unidades académicas son centrales de costos y los directivos son mercaderes de programas. La burocracia administrativa se hace visible, minimizando el presupuesto y quitando todo tipo de reconocimiento al investigador, al académico. En esta línea, se ha aprovechado la crisis generada por la pandemia para justificar recortes, lo preocupante del asunto es que estos ajustes se hacen solo en la parte académica, pero en otras áreas el derroche presupuestal es evidente. Cuando las universidades hacen ajustes presupuestales afectando lo académico, pero manteniendo la burocracia administrativa está condenada al fracaso. Las transformaciones sociales se hacen con apuestas educativas críticas y no con prácticas economicista donde prevalece la educación como servicio. Incluso juegan con las necesidades de los académicos, favorecen los amiguismos y los privilegios del comité de aplausos, pero los críticos son censurados, excluidos, silenciados. Hay un irrespeto al docente, saturación de horas, excesiva carga laboral, contratos que no reconocen su lugar social y una incertidumbre en la contratación semestral.

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El recorte es de tal magnitud, que los docentes terminan orientando cursos en los que no son expertos, los docentes horas cátedras son infravalorados, los de medio tiempo son cargados con responsabilidades que desbordan su tiempo de contratación, y los de tiempo completo son más bien tiempo repleto. Es una práctica administrativa que irrespeta a los maestros, estudiantes y como consecuencia afecta la calidad educativa. Y la tristeza se agudiza cuando la universidad renuncia a su carácter, a su esencia, a su filosofía. Incluso renunciando a los ideales de quienes se pensaron la universidad como un espacio de dignificar la vida de los más pobres y vulnerables. Cada día veo con tristeza el destino que está tomando la universidad. Todo aquello que por lo que un día se luchó, se ha quedado atrás gracias a la terquedad, la soberbia y la distancia con los fundamentos éticos y políticos de un proyecto dialógico, liberador y trasformador lo que hace que se diluya en los caos administrativos. El esfuerzo y la lucha de muchas personas se está perdiendo detrás de una burocracia que ha olvidado los horizontes de una universidad con sentido social. Se habla de procesos de diálogo, pero se observa una incapacidad de la dialogicidad.

Se hegemonizan las ideas y la diversidad se excluye. No hay disposición para asumir la crítica y de escuchar la disidencia. Los procesos se están anquilosando, lo que no permite las trasformaciones, ni una nueva civilización sensible, amorosa que aporte a la construcción de paz. Estamos ante una universidad que predica un humanismo sin humanidad, una academia sin reflexión, una filosofía sin pensar crítico. Se privilegia la mediocridad, se censura el disenso y se confunde la lealtad con el amiguismo. El comité de aplausos ocupa hoy el lugar del debate académico. Es hora de hacer un alto en el camino y pensar cuál es el tipo de universidad que necesitamos para generar las transformaciones sociales. Los académicos estamos dispuestos siempre aportar con sentido crítico, dialógico y proactivo para continuar siendo consecuente con el deseo de una universidad con sentido social.